Una gran razón celeste y blanca

19-06-2019

Alejandro Mareco | Periodista

Jose Nasello | Ilustraciones

“Juro, a la Patria y a mis compañeros, que si a las tres de la tarde del día inmediato el virrey no hubiese sido derrocado, a fe de caballeros, yo lo derribaré con mis armas”.

El día inmediato ya estaba a punto de amanecer: 25 de mayo de 1810. Y el hombre que se había cansado de tanta discusión y titubeos y que puso no solo las palabras precisas sino sobre todo el ánimo que habría de precipitar finalmente la Revolución, era Manuel Belgrano.

A ese hombre culto, refinado, formado como abogado en las universidades de Salamanca y Valladolid, estudiante de dibujo, sensible a las manifestaciones artísticas, periodista, preocupado por la educación, la convicción revolucionaria lo quemaba por dentro.

El relato de esa noche que dejaría escrito Tomás Guido, quien sería compañero de guerra de José de San Martín, y uno de los conspiradores reunidos desde el anochecer del 24 de mayo de 1810, describiría el momento de un modo vibrante.

“Se aproximaba el alba sin que se hubiese convenido sobre los elegibles. Hubo un momento en que se desesperó de encontrarlos. ¡Gran zozobra y desconsuelo para los congregados en ese gran complot de donde nació la libertad de la República! La situación presentaba un aspecto cada vez más siniestro. En esas circunstancias, el señor Don Manuel Belgrano, mayor del Regimiento de Patricios, que vestido de uniforme escuchaba la discusión en la sala contigua, reclinado en un sofá, casi postrado por largas vigilias observando la indecisión de sus amigos, púsose de pie y súbitamente y a paso acelerado y con el rostro encendido por la fuerza de una sangre generosa entró en la sala del club (el comedor del señor Peña) y lanzando una mirada altiva en derredor de sí, y poniendo la mano derecha sobre la cruz de su espada...”.

Entonces, sobrevino la brava frase. Dirá Guido: “Luego todos volvieron a ocuparse de los candidatos y cuando parecía agotada la esperanza, don Antonio Beruti pidió se le pasase papel y tintero y como inspirado de lo alto, trazó sin trepidar los nombres de los que compusieron la Primera Junta”.

Belgrano, que como vocal fue parte del primer gobierno patrio, fue un hombre de pensamiento. Acaso su vocación principal fue la de difundir las nuevas ideas que sacudían a un mundo que marchaba rumbo al amanecer del siglo XIX con sed de cambios. Las trajo de España, adonde fue para estudiar. Cuando regresó al país tenía 24 años, y ya estaba decidido a iniciar su vida pública y profesional. Así, participó de la fundación del periódico El Telégrafo Mercantil en 1801, y luego, en marzo de 1810, del Correo de Comercio, y desde esas páginas expuso los nuevos bríos intelectuales que había sembrado la Revolución Francesa y las ideas económicas liberales que asomaban con fuerza.

Pero aquellos no eran tiempos en los que bastase enarbolar y propagar las ideas. Había que sostenerlas con la acción, y Manuel Belgrano dio uno de los ejemplos más contundentes de nuestra historia con compromiso y acción. Cuando la patria era aún un concepto sin materializar pero lo suficientemente claro como para entreverla en la realidad que vendría, era necesario jugarse para apuntalarlo.

La mano en la espada

El temple y la decisión de su mano derecha ya habían desenfundado su espada en las invasiones inglesas. “Confieso que me indigné; me era muy doloroso ver a mi patria bajo otra dominación y sobre todo en tal estado de degradación que hubiera sido subyugada por una empresa extranjera”, recordaría.

Resuelto a defender la Revolución con la espada, asumió la responsabilidad de conducir como general de las tropas criollas cuando se hizo necesario marchar al Paraguay y al Alto Perú. Y fue en esta última campaña en la que su figura protagonizaría algunas de las páginas más extraordinarias de la lucha de la independencia.

Como el Éxodo Jujeño, que expresó definitivamente la intensidad de la voluntad de romper finalmente con el yugo español. O como las batallas de Tucumán (24 de septiembre de 1812) y Salta (20 de febrero de 1813), las primeras grandes victorias de los patriotas en armas.

Tucumán fue un hito decisivo para la suerte de la Revolución. Para que sucediera, fue necesario que Belgrano no acatara la orden de Buenos Aires de retroceder hasta Córdoba, en otra de las desobediencias más inspiradas de nuestra historia.

“Esta batalla fue la más criolla de todas cuantas batallas se han dado en el territorio argentino. Aunque el triunfo de Tucumán fue el resultado de un cúmulo de circunstancias imprevistas, le correspondió a Belgrano la gloria de haber ganado una batalla contra toda probabilidad y contra la voluntad del gobierno mismo”, valoraría el historiador Vicente Fidel López.

El triunfo consolidó como patriota el territorio donde casi cuatro años después, el 9 de julio de 1816, se realizaría el Congreso que finalmente declaró la Independencia y que tuvo a Belgrano como uno de sus grandes referentes. Su propuesta de organizar la integración con la proclamación de un descendiente inca como máxima autoridad y símbolo refleja su profundo sentido americano, su concepción continental. “No busco glorias, sino la unión de los americanos y la prosperidad de mi patria”, dirá.

Cuando fue relevado de su cargo de comandante del Ejército del Norte esperó con ansias al general José de San Martín, su reemplazante, a quién le escribió: “Mi corazón toma nuevo aliento cada instante que pienso que Ud. se acerca, porque estoy firmemente persuadido de que con Ud. se salvará la patria”.

Y en la posta de Yatasto, en enero de 1814, el encuentro de los dos grandes argentinos quedó registrado en la historia. “Éste es el más metódico de los que conozco en nuestra América. Lleno de integridad, y talento natural: no tendrá los conocimientos de un Moreau o Bonaparte en punto a milicia pero créame usted que es lo mejor que tenemos en la América del Sur”. Con estas palabras escritas en una carta a Tomás Godoy Cruz, quedaría registrada la opinión de San Martín sobre Belgrano, a quien consideró su amigo.

“Un rasgo de entusiasmo” que se debía ocultar

"Juremos vencer a los enemigos interiores y exteriores, y la América del Sur será el templo de la Independencia y de la Libertad". Esa fue la consigna con la que hizo jurar la Bandera a las tropas aquella primera vez del 27 de febrero de 1812 a orillas del río Paraná, en Rosario.

El reconocimiento de creador de la Bandera con que lo retribuiría la historia no fue un asunto sin adversidades, sino todo lo contrario, empezando con la amonestación que recibió de parte de las autoridades del Primer Triunvirato, sobre todo de su secretario de Guerra, Bernardino Rivadavia.

“(...) Ha dispuesto este gobierno que haga pasar como un rasgo de entusiasmo el enarbolamiento de la bandera blanca y celeste, ocultándola disimuladamente y sustituyéndola con la que se le envía, que es la que hasta ahora se usa en esta fortaleza, procurando en adelante no prevenir las deliberaciones del gobierno en materia de tanta importancia”.

Esa fue la respuesta de Buenos Aires, que le adjuntó una enseña con los colores españoles. Es que no se querían asumir gestos de independencia, no solo frente a la mirada española sino también la inglesa.

Pero Belgrano, que enseguida marchó hacia el norte, no se encontró con esa respuesta sino hasta meses después. Enterado, finalmente escribió: “No había bandera y juzgué que sería blanca y celeste la que nos distingue como la escarapela, y esto, con mis deseos de que estas provincias se cuenten como una de las naciones del globo, me estimuló en ponerla”. De su voluntad independiente no había dudas.

Pero más adelante dirá: “La bandera la he recogido, y la desharé para que no haya ni memoria de ella (...) Si acaso me preguntaren por ella, responderé que se reserva para el día de una gran victoria por el Ejército, y como éste está lejos, todos la habrán olvidado y se contentarán con lo que se les presente".

El propio Belgrano había pedido en enero que se declarara una escarapela oficial para identificar a las tropas, y el 18 de febrero de 1812 le fue autorizada una "de dos colores, blanco y azul celeste”, según su pedido.

El blanco y celeste eran los colores de la casa real de Borbón, a la que pertenecía el rey Fernando VII. A la vez, eran los que había adoptado el partido que respondía a los ideales de Mariano Moreno, el más radical de los revolucionarios.

En la carta citada, además, Belgrano pedía poner fin a la llamada “máscara de Fernando”, que hacía que los patriotas siguieran actuando públicamente con fidelidad al rey español prisionero, y que no reconocieran a las autoridades francesas.

Se coincide en que la primera enseña estaba hecha solo con dos franjas, una de cada color. Finalmente, el 20 de julio de 1816 fue oficializada por el Congreso de Tucumán, con las dos franjas celestes y la blanca central.

La gran metáfora argentina

Manuel Belgrano fue uno de los más grandes hombres de la generación que fundó el país. Su vida fue una sucesión de renunciamientos constantes a la gloria y al beneficio personal.

Entre tantas de sus convicciones que abrieron huellas al porvenir, su impulso a la educación y su concepto de escuela pública acaso aún no han tenido todo el reconocimiento merecido. “Fundar escuelas es sembrar en las almas”, decía, y en esa concepción educadora incluiría a las mujeres, en otro concepto y acción revolucionaria. Se trataba de sumar a la mujer a la vida ciudadana.

Tenía una alta opinión de los valores femeninos. “En el trato con ellas (las mujeres) los hombres se acostumbran a modales finos y agradables, se hacen amables y sensibles; en fin, el hombre que gusta de la sociedad de ellas nunca puede ser un malvado”, le diría a su amigo José Celedonio Balbín.

Y más allá de tanto sable desenvainado y tanto hundir los pies en el fango de la guerra para los que no se había preparado originalmente, todo sea por la victoria de la Revolución, la historia y su propia inspiración le tendrían reservado como destino superior ser el creador de la gran metáfora nacional, capaz de amparar a la Patria a través de las generaciones en un símbolo: la Bandera.

"Siendo preciso enarbolar bandera y no teniéndola la mandé hacer blanca y celeste conforme a los colores de la escarapela nacional...”. La frase que escribiría después de haber enarbolado por primera vez la enseña el 27 de febrero de 1812 a orillas del río Paraná, en su paso por Rosario, quedó tallada en la definitiva identidad de su pueblo, nosotros.

La Bandera es el gran símbolo del concepto de patria; lo expresa simplemente con hacer ondular en el aire los colores que nos definen. Apelar a ella, reconocer cuánto nos ha costado incluso nuestra propia existencia nacional, es una manera de poner en alto el espíritu colectivo.

Así como recordar la convicción y la entrega de Manuel Belgrano, uno de nuestros máximos héroes fundadores, nos ayuda a entender de qué están hechos los cimientos de este destino nacional. “Mucho me falta para ser un verdadero Padre de la Patria, me contentaría con ser un buen hijo de ella”, sostenía.

Tenía 50 años la mañana del 20 de junio de 1820, cuando murió en Buenos Aires, la ciudad donde había nacido. “Pensaba en la eternidad adonde voy y en la tierra querida que dejo. Espero que los buenos ciudadanos trabajarán para remediar sus desgracias”, dijo, poco antes del silencio. Qué bueno sería poder decirle que en eso estamos.

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