Un ancho abrazo de la costa a la montaña

17-12-2018

Julian Capria | Ilustraciones Bibi González

Parece que estamos frente a un gran error: todo está listo para el mar, huele a mar, pero el mar no está. Hasta da un poco de aprehensión ver el lecho abandonado, la soledad que se extiende hacia el horizonte, pero se trata sólo de una agonía temporaria: en pocas horas, la marea regresará y sobre ella volverán a montarse los barcos y las gaviotas.

Es un fenómeno casi único el que ocurre en San Antonio Oeste y cuando la marea se lo ha llevado tan lejos, uno tiene la sensación de que es posible que un día el mar ya nunca regrese. Pero esos sentimientos suceden cuando el presente se muestra tan contundente que se olvida de que es transitorio, siempre.

Mientras, del otro lado, a casi 660 kilómetros de distancia andando por la ruta nacional 23, se levanta la montaña y estalla la nieve. No importa si se trata de una época del año en la que sólo están pintadas de blanco las cumbres y no está tan al alcance de la mano, San Carlos de Bariloche siempre será el país de la nieve en el corazón de los argentinos, la versión blanca de la felicidad posible.

Muchos, miles y tal vez millones a través ya de varias generaciones, nos hemos asomado a ella en el final de la adolescencia y hemos llegado en el viaje de fin del secundario rodeados de los afectos compañeros, en el momento de esplendor de la vida, en la edad de reír.

Y cuando uno llega a Bariloche comprueba que no es un capricho bucólico de la memoria, sino que allí viven la nieve y la risa, como que miles de estudiantes provenientes de todo el país siguen poblando los días de plenitud fresca, recién saboreada.

Allí, también el presente se muestra tan elocuente que se tiene la sensación de que la alegría es definitiva.

Estos, la montaña y el mar, son los extremos de la provincia más ancha del país, la que, al cabo de La Pampa abre más aún el horizonte hacia las extensas lejanías patagónicas: Río Negro.

Caben tantas cosas en tan vasta provincia, que tal vez no alcanza con cruzarla una y otra vez para desenchufar los ojos, siempre bien encendidos frente a tanto destello.

Y no sólo se trata de mirar, pues en todas direcciones se despliegan postales con sentimientos y también aromas.

Por ejemplo, la Río Negro de los colores que florece en el Alto Valle, con el esplendor de sus frutales que se aferran a la fecundidad de una tierra de providencia. Cipolletti, uno de los grandes centros urbanos del sur, es sitio de referencia de la región.

Fue declarada provincia en 1955. A partir de ahí forjó su propio destino en el concierto patagónico, una de las regiones más inmensas e impactantes de esta patria.

El mar, sus frutos y estrellas

Volvemos a la costa sobre el océano Atlántico. San Antonio Oeste, la del increíble contraste entre sus mareas altas y bajas, con una amplitud capaz de alucinar pues deja desnuda la intimidad del lecho.

La pesca es la clave de su actividad, del sustento de su gente. En consecuencia, es un pueblo de pescadores, con todo lo que implica salir a buscar al océano los recursos para sobrevivir.

“No vamos a pintar que es un trabajo súper sacrificado ni vamos a andar largando lagrimones, ya que es nuestro trabajo y lo hacemos con gusto. Lo complicado es que uno pasa casi todo el tiempo fuera de su casa”.

Silvio Gatoni, que se definía como “un hombre del agua”, hace un tiempo nos contaba sus sentimientos frente a la vida de la pesca en los días en que era capitán del barco Golfo Azul.

“Lo que quiero decir es que no somos sufridos porque hagamos este trabajo. Aunque sí quiero que mis hijos se dediquen a otra cosa; prefiero que estudien, que estén en su casa. Acá, en el barco, no hay Día de la Madre que valga, ni cumpleaños, ni Día del Niño. Nuestros hijos tienen que estar muy enfermos para que volvamos al puerto”.

La rutina entonces era salir a pescar hasta completar la capacidad del barco (entre 25 y 27 toneladas), objetivo que en época invernal puede demandar hasta seis días en alcanzarse. Luego regresan, descargan y con la primera marea que vuelve, salen otra vez. Impacta verlos apoyados sobre la tierra cuando la marea está lejos.

Gatoni, nacido en San Antonio Oeste, empezó a navegar y a pescar a los 17 años contagiado por los relatos de su cuñado, y luego estuvo en condiciones de asumir el mando de un barco hasta determinado calado al cabo de estudiar dos años en la Escuela Nacional de Pesca, en Mar del Plata.

El otro sitio que refiere a la costa atlántica rionegrina es Las Grutas, que primero fue lugar de descanso de fin de semana de los vecinos de San Antonio Oeste, y luego se convirtió en todo un destino turístico nacional a partir de cierta calidez de sus aguas que entibia el sol sobre el golfo de San Matías. Y en ese mar azul hasta el que incluso llegan ballenas, los visitantes encuentran una versión de paraíso balneario.

Mientras tanto, para otros esa costa es el paisaje de su sustento. Son los pulperos, gente de sacrificio y escasa recompensa, que cuando el agua se va salen a recorrer las grandes orillas.

“Para pulpear, nos vamos caminando varios kilómetros por la playa. Cuando se retira la marea, con unos ganchitos de alambre vamos tocando debajo de las piedras, y si sentimos algo blando, es un pulpo. También levantamos las piedras. Hay que tener buena cintura porque te pasás varias horas agachada, a veces conteniendo la sed y el hambre hasta volver a casa. Hacen falta varios pulpos para juntar un kilo”.

La que contaba los modos de este oficio era Susana Osorio, cuando hacía cuatro años que había llegado a Las Grutas desde General Conesa. Ella además era “estrellera”, es decir que juntaba en la playa estrellas de mar. Hasta su casa las llevaba sumergidas en agua del océano y luego las lavaba con agua dulce para evitar que se pusieran negras.

Desde el océano Atlántico a la cordillera de Los Andes, el viaje también puede hacerse de una de las maneras más atractivas que hay en el país: en el tren Patagónico. Sale una vez por semana desde Viedma, la capital de la provincia (que alguna vez Raúl Alfonsín pensó como capital del país) y regresa los domingos desde Bariloche.

Recorre 830 kilómetros y demora unas 18 horas en llegar. En los años 90, cuando se privatizó la mayoría de las líneas de ferrocarriles, la provincia de Río Negro se hizo cargo de este tren que comenzó a andar a principios del siglo 20. Es un atractivo turístico, pero sobre todo una vía esencial de comunicación entre numerosos lugares. Pasa por San Antonio Oeste, Valcheta, Villa Ramos Mexía, Sierra Colorada, Los Menucos, Maquinchao, Ingeniero Jacobacci, Pilcaniyeu, entre otros sitios, hasta llegar a destino.

Otra vez en Bariloche, volvemos a la nieve y su magia blanca y fría. Evocamos entonces el relato de una profesora de esquí, María Noel López, que desarrollaba su vocación en el cerro Otto.

“Los niños gozan de cierta ventaja para aprender a esquiar -nos explicaba-. Tienen el centro de gravedad muy cerca del piso y, además, se animan a todo. Pero a la nieve hay que tenerle respeto porque una mala experiencia, por pequeña que sea, incluso en la gente grande, hace que muchos no quieran saber nada más con esquiar”.

Hay que estar atento a si habrá viento o lluvia, para evitar sorpresas, decía. Pero, además de información, los que conviven todos los días con la nieve y la montaña necesitan de algo más: la intuición. “Con las montañas hay que saber cuándo se puede y cuándo no”, advertía.

Además del maravilloso lago Nahuel Huapi, la otra gran postal de Bariloche, ya de corte urbano, es el Centro Cívico. Es uno de los escenarios predilectos de las fotos, y por eso desde hace años se ve a diario a los protagonistas de un oficio original: los que esperan con perros San Bernardo para que los turistas ilustren sus fotos.

Una de las que solía llegarse con sus perros, Cristina Gamín, nacida y criada en Bariloche, contaba que su padre Alberto había sido algo así como uno de los pioneros en la actividad que había desempeñado durante 45 años. Ella solía contar que le dedicaba mucho tiempo al cuidado de los perros, para que se vieran bien bonitos, dulces y tiernos. “El San Bernardo es un perro manso originario de los Alpes, pero muy territorial”.

Claro que no ha sido siempre asunto de llevar nomás los perros al centro Cívico. Algunos rompían la lealtad de la competencia cuando caían con varios cachorros. “Hubo días bravos acá; creo que espantábamos a la gente: no sólo nos peleábamos entre nosotros sino que también se peleaban los perros. Pero antes de matar el negocio, nos pusimos reglas de convivencia: un perro adulto y un cachorro por cada uno”.

Finalmente, si el viaje es de la montaña a la costa, el otro que hace ese camino a cada instante, incesantemente, es el río Negro, el que le da el nombre a la provincia. Es el más caudaloso de la Patagonia, nace en la confluencia de los ríos Limay y Neuquén y viaja por momentos encajonado entre bardas, típicas barrancas patagónicas. Luego de recorrer 635 kilómetros, desemboca a 31 kilómetros aguas abajo de las ciudades de Viedma y Carmen de Patagones, en un raro y atractivo final.

A la provincia de Río Negro a veces no le alcanza el ancho de sus brazos para ser capaz de abrazar todo lo que cabe entre el mar y la montaña.

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