Facundo Miño | Periodista
“En el futuro, ¿no sería yo uno de esos hombres que llevan cuellos sucios, camisas zurcidas, traje color vinoso y botines enormes, porque en los pies les han salido callos y juanetes de tanto caminar, de tanto caminar solicitando de puerta en puerta trabajo?”, se pregunta el personaje principal de El juguete rabioso, la primera novela de Roberto Arlt, un autor cuya obra casi siempre fue leída como autobiográfica.
Primogénito de una familia de inmigrantes, nació en Buenos Aires en 1900 y murió de un ataque al corazón en 1942. Una vida intensa, sin concesiones.
Su infancia estuvo caracterizada por penurias económicas sin llegar a la miseria. Solía decir que cursó hasta tercer grado pero en realidad terminó la primaria a los 14 años. Para entonces ya saltaba de un trabajo a otro como pintor, ayudante de librería y aprendiz de hojalatero. Nada muy atípico para un muchacho que va a la escuela pública por aquellos años, salvo su voracidad lectora que no hace distinciones: folletines, novelas, manuales de instrucción, esoterismo. Lee al voleo todo lo que queda a su alcance.
Cuando tenía ocho años un vecino lo desafió a escribir un cuento. Si le gustaba, se lo compraría. Ese primer texto por encargo marcó el perfil de Arlt. A diferencia de sus contemporáneos, siempre escribió para ganarse la vida.
Su producción literaria es sencillamente descomunal. Publicó cuatro novelas (El juguete rabioso, Los siete locos, Los lanzallamas, El amor brujo), dos libros de cuentos, siete obras de teatro y 1800 aguafuertes, unos textos periodísticos con agudas observaciones sobre la gente y la ciudad que lo rodea, en el diario El Mundo.
La escritora Leila Guerriero tuvo varias sorpresas al investigar su vida. “Me llamó la atención esa idea de Arlt como el bohemio que se la pasaba de bar en bar y sin embargo escribía una columna por día. Era una bestia de laburo, tenía una disciplina mortal”. Guerriero sostiene que la figura de escritor maldito a la que está asociado es una construcción elaborada por el propio Arlt que se crea una leyenda a medida sobre sí mismo.
Basta repasar algunas reseñas de la época para darle la razón. “La aparición de un recio escritor que posee, como pocos, sentido de la novela”, decía Crítica Magazine sobre su primer libro. “Incuestionablemente es una buena novela”, resumía la revista Nosotros. “Su ingenuidad fantástica, su abominación de lo puramente literario nos da la sensación de la presencia del genio”, aseguraba la revista Síntesis. Para el segundo, aumentan los elogios. “Novelista de fuerza genial”, “un caso único: no conoce la gramática elemental pero tiene una imaginación y un léxico exuberante que hacen de Los siete locos una obra poderosamente sugestiva”, “la mejor novela que se ha escrito en este país en los últimos años”, “un genio innato, salvaje, que no ha sabido sentarse en la escuela”. Sin embargo, las repercusiones no lo dejaban satisfecho. Se sentía ninguneado.
Es cierto que abundaba un recelo clasista poco disimulado en las críticas. Le cuestionaban que escribía como hablaba y que no manejaba cuestiones básicas de gramática. “Se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de su familia”, les respondió. Esa declaración es más razonable para un hombre que llegó a ser posiblemente el periodista más famoso de Buenos Aires.
Un hombre que se hace a sí mismo
La insatisfacción es una característica permanente en toda su vida. Tuvo una pésima relación con su padre. Desde muy chico lo castigó con dureza y crueldad, no le dirigió la palabra durante tres años y lo echó del hogar familiar cuando Roberto tenía 16. Deambuló por diversos oficios, le gustaba recordar que en todos lo despedían “por inútil”.
Conoció en un cine a Carmen Antinucci. Noviaron poco y se casaron. En la boda Arlt se presentó con una camisa harapienta y gastada, los puños cosidos a las mangas. Esa imagen está lejos de ser una casualidad. En la mayoría de las fotos su vestimenta parecía masticada por algún animal salvaje.
Carmen le contó recién después del matrimonio que tenía tuberculosis. En aquella época era una enfermedad mortal. A los 22 años el escritor ya tenía destino de viudo. El amor, si existió, duró poco y dio paso a la amargura. Aun así, en 1923 nació Mirta Electra, la primera hija. Las discusiones, peleas y separaciones eran frecuentes.
Con dinero de los Antinucci compraron un terreno en Cosquín, un lugar de retiro para enfermos. Cuando la gente pasaba en auto cerca del pueblo cerraba las ventanillas por temor a contagiarse. En las sierras cordobesas Arlt trataba de conseguir un invento que lo convirtiera en millonario y lo sacara de la pobreza pero cada artefacto diseñado terminaba en rotundo fracaso. Por eso la familia decidió viajar a Buenos Aires y él consiguió un puesto de reportero.
La dedicatoria a Maruja Romero -dicen que fue el gran amor de su vida- de Los siete locos enfureció a Carmen. En 1929 se volvió a Córdoba con la hija de ambos y ya no regresó. “No nos queremos y lo más grave es que nunca nos hemos querido. De lo único que ha sabido hablar es de dinero. Quiso que fuera hasta aprendiz de almacenero para salvar su plata maldita. ¿Por qué no se casó con un tendero en vez de casarse con un escritor?”, le escribió a su hermana en una carta en la que reconocía un sinfín de infidelidades que justificaba en la supuesta falta de cariño.
Aunque escribió una extensa serie de aguafuertes en contra del matrimonio en distintos periodos, apenas viudo, en 1940 se casó con Elisabeth Shine. También fue un tormento. Celos, golpes y reconciliaciones en forma cíclica. “A veces me pegaba en la calle y yo le devolvía. Con nuestras interminables peleas nos echaban de todas las pensiones”, recordó ella en una entrevista. Mientras tanto, pese a todo, Arlt publicaba una columna diaria.
“Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras”, les aconsejaba a futuras generaciones de reporteros. El ataque de corazón que sufrió una fría mañana de 1942 le puso fin a una vida breve, incansable, desmesurada.