Plata dulce, muerte amarga

26-07-2018

Por Osvaldo Aguirre | Escritor y periodista

Los bancos y las financieras devolvían los plazos fijos con intereses muy tentadores. En junio de 1977 el ministro de Economía José Martínez de Hoz había liberado las tasas con garantía oficial sobre los depósitos, en busca de controlar una inflación que rondaba el 150 por ciento anual. Era la época de la plata dulce, cuando las posibilidades de la especulación atraían a los capitales golondrina, despertaban la ambición de los pequeños ahorristas y perjudicaban a la producción nacional por el aumento de los costos y la apertura a las importaciones.

La fortuna parecía al alcance de la mano para cualquiera. Una vecina del barrio de Monserrat, en Buenos Aires, había comprendido el funcionamiento del sistema y se lo había explicado a sus conocidas. Ella estaba al tanto de las mejores oportunidades y podía encargarse de los trámites, a cambio de una comisión. Su marido, un abogado, no le daba el nivel de vida al que aspiraba, en un departamento de tres ambientes y sin auto propio. Quería tener sus ingresos.

Yiya Murano recibía así dinero de sus amigas y lo colocaba en plazos fijos. Era un reflejo en pequeña escala del tipo de negocios predominante, la bicicleta financiera. Pero gastaba más de la cuenta de sus ganancias y llegó un momento en que no pudo devolver el dinero con los intereses que había prometido. Como pasaría también con los grandes banqueros, aunque en su caso la historia terminó en la crónica policial.

Serie negra

Su nombre parecía tener abolengo. Se llamaba María de las Mercedes Bernardina Bella Aponte y desde chica le decían Yiya. Hija de un militar, había nacido en Corrientes el 20 de mayo de 1930 y vivía en Buenos Aires, casada con el abogado Antonio Murano.

La repercusión del caso expuso su vida íntima: Yiya fue infiel a su esposo con varios hombres, e incluso Martín, el hijo que reconoció Antonio Murano, tuvo como progenitor a uno de los amantes.

La primera muerte ocurrió el domingo 11 de febrero de 1979. Nilda Gamba, vecina de Yiya en el edificio de México 1177, había llamado al médico la noche anterior. Sentía fuertes dolores estomacales, tenía náuseas y se veía muy pálida. Había comido pescado, y pensaron que estaba intoxicada.

Yiya se ofreció a acompañarla durante la noche. Nilda Gamba parecía repuesta, pero volvió a descomponerse sin que su vecina llamara al médico y murió en la madrugada. El médico de la cochería fúnebre firmó el acta de defunción por paro cardíaco no traumático.

En el velatorio, Yiya lloró junto a Lelia Formisano de Ayala, a quien le decían Chicha. Era una amiga de Mar del Plata que paraba en el departamento de Nilda Gamba cuando viajaba a Buenos Aires y que, como ella, le había prestado dinero a la Murano para que lo invirtiera en plazos fijos.

El 19 de febrero Yiya debía reintegrarle a Chicha 17 millones de pesos, resultado de un préstamo inicial de cuatro millones. Esa mañana la convenció para que fueran a un lugar que no pudo ser determinado, y por la tarde volvió a buscarla, pero le dijo a la portera que no contestaba la puerta.

Tres días después la policía ingresó al departamento y encontró a Lelia Formisano de Ayala muerta en la cama, frente al televisor encendido. En la cocina había masas de confitería. Infarto de miocardio no traumático, diagnosticó el médico.

Yiya tenía otra deuda sin pagar. Desde el año anterior le debía 20 millones de pesos a una prima segunda, Carmen del Giorgio de Venturini, llamada Mema. El 24 de marzo de 1979 la mujer se desplomó al salir de su departamento en Hipólito Yrigoyen 2580 y murió en la ambulancia que la llevaba a un hospital.

Fue entonces que surgieron las sospechas. Los vecinos notaron la extraña ansiedad de Yiya ante la agonía de Mema y observaron que se llevaba un frasco y un papel escrito de su dormitorio. Terminó de llamar la atención cuando le preguntó al médico si eran necesarias la intervención policial y la autopsia, cuando la amiga aún vivía.

El velatorio derivó en un escándalo. La hija de Mema le recriminó a Yiya la desaparición de un pagaré y la trató de estafadora. Poco después la denunció a la policía.

Juicio y castigo

Yiya Murano fue detenida el 24 de abril de 1979, después de que la autopsia de Carmen de Venturini certificara la presencia de restos de cianuro. Las piezas empezaron a encajar en el rompecabezas: las tres mujeres le habían dado dinero a la envenenadora; el cianuro había sido administrado en el té o las masas que solía compartir con las víctimas; el papel que se había llevado de la casa de Venturini era el pagaré que acreditaba la deuda que mantenía con la víctima y el frasco contenía el cianuro con el que había envenenado a la amiga.

En 1982 fue absuelta en primera instancia pero, tras la apelación del fiscal y del abogado de las familias de las víctimas, tres años después resultó condenada a prisión perpetua.

Las crónicas incluyeron explicaciones sobre los efectos de la ingestión de cianuro, el veneno que mata porque al contacto con los jugos gástricos se transforma en ácido cianhídrico e impide la llegada de oxígeno a las células. Las víctimas de la Murano pudieron haber recibido una dosis de 150 a 200 miligramos, suficiente para provocar la muerte en poco tiempo.

El 20 de noviembre de 1994 recuperó la libertad por la aplicación de la Ley del dos por uno, sumada a una reducción de la pena dispuesta por el presidente Carlos Menem. Al día siguiente estuvo en el programa Tiempo Nuevo, de Bernardo Neustadt, y después en Sin vueltas, que conducía Lía Salgado, y proclamó su inocencia.

Su defensa se apoyaba en que las autopsias de Formisano y Gamba no pudieron determinar con certeza la presencia de cianuro, por el estado en que se hallaban los restos. Reconocía sus manejos con dinero, pero negaba haber tenido deudas y se presentaba como prestamista.

El mismo año en que fue liberada, Martín Murano publicó el libro Mi madre Yiya Murano, que reafirmó las acusaciones por los crímenes, presentó a Antonio Murano -falleció mientras Yiya estaba en prisión- como otra víctima y relató en detalle la relación de “la envenenadora de Monserrat” con dos de sus amantes, el geólogo Rubén Henry López y el médico Héctor Julio Canton.

“Yo tenía cuatro o cinco años cuando Yiya empezó a llevarme a sus salidas. En aquella época conocí a varios de sus amigos. A dos de ellos los veíamos con mayor frecuencia. Yiya me había pedido con mucho énfasis que jamás mencionara a uno en presencia del otro. Cuando pregunté quiénes eran esos señores ella me contestó que se trataba de viejos amigos de su familia”, dijo Martín Murano sobre los amantes de su madre, a quien describió como “teatral, fría, manipuladora y sumamente egoísta”.

Los psiquiatras forenses que la examinaron durante la investigación judicial la consideraron igualmente “fría e impulsiva”, una “psicópata seductora” inclinada a tergiversar y distorsionar los hechos. “Es llamativo el escaso compromiso afectivo genuino que tiene con el contenido de sus relatos”, dijeron.

“Humilla a cuantos la rodean (...), quiere con frenesí u odia con pasión. Pone un entusiasmo febril en sus actuaciones o las desarrolla bajo un manto de indiferencia. Va de la abnegación al egoísmo y así siempre, siempre inoportuna, fuera de momento, lejos de la disposición más adecuada o del tono medio”, puntualizaron los forenses.

En la cárcel, cuando la visitaban, “Yiya preguntaba cómo estaban las cosas afuera y nos contaba anécdotas referidas especialmente al lesbianismo practicado por las internas”, contó Martín Murano. Preguntaba por Canton, quien había pagado los gastos de su abogado, “y a pesar de quejarse por no tener noticias de él, se las había arreglado para que en la cárcel le permitieran seguir usando el anillo de plata símbolo de compromiso con su amante”.

“A ese muchacho se le ha dado vuelta la cabeza”, protestó Yiya cuando Lía Salgado le mostró el video en que Martín Murano recordaba que había crecido sin el menor afecto de su madre.

Nace una estrella

En 1998, invitada en el programa de Mirtha Legrand, contó que se había vuelto a casar. El nuevo marido, Héctor Chiodi, se presentó al día siguiente diciendo que había sido engañado: no conocía la historia de Yiya y quería divorciarse.

El 30 de diciembre de 2002 celebró su tercer matrimonio, entonces con Julio Banín, ciego, de 80 años. La pareja se separó después que la hija de Banín la acusara por intento de envenenamiento del hombre.

Si bien siguió dando entrevistas a la prensa, su paradero se convirtió en una especie de misterio mientras la figura que había contribuido a crear a través de sus crímenes crecía en la ficción. En 2000 la periodista Marisa Grinstein la incluyó en el best seller Mujeres asesinas, que más tarde fue llevado a la televisión.

El episodio televisivo incluyó un descargo final de la propia Murano. “Generalmente confundimos ley con justicia -pontificó-, sin tener en cuenta la enorme diferencia que existe entre ambos conceptos (...). Debemos aceptar que la ley como creación humana puede equivocarse. En mi caso se equivocó y mucho”.

También aseguró que podía demostrar la verdad “con pruebas científicas” que no detalló. “En mi vida cometí muchos errores pero puedo jurar por lo más sagrado que jamás hice daño físico a nadie”, aseguró.

En 2016 la historia llegó al teatro a través de la comedia musical Yiya, dirigida por Ricky Pashkus sobre libro de Osvaldo Bazán. La obra mostró al personaje desde una perspectiva nueva, haciendo eje en su afición por el teatro de revistas y en su personalidad desconcertante, donde las aspiraciones burguesas se asociaban con el gusto por las groserías.

Yiya Murano se veía a sí misma como una persona inocente. La negación de la propia responsabilidad se sublimaba como la ficción de un sacrificio, donde la envenenadora se convertía finalmente en víctima y en fiscal: sin culpa, estaba entonces en condiciones de descalificar a sus jueces y de rechazar a quienes la aborrecían, porque no reconocía más autoridad que la propia.

El ensayista Héctor Schmucler advirtió la complejidad del caso en una de las primeras reflexiones sobre Yiya. “La crónica policial señalaba un caso particular, pero hablaba de todo aquello que el silencio ocultaba, que la sociedad parecía ignorar o que necesitaba ignorar. La Murano, con su nombre novelesco, vivía la verosímil ficción de aquellos tiempos. Sus víctimas eran parte del mismo relato y los papeles podrían haberse intercambiado (...) La Murano negó sus crímenes en un país donde el aparato oficial asesinaba secretamente a miles de personas”, escribió en un artículo publicado en Delitos y castigos, revista precursora del periodismo narrativo a principios de los años 90.

En septiembre de 1979, cuando Yiya enfrentaba a la Justicia, la Argentina recibió la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que procuraba investigar las denuncias por el terrorismo de Estado. “La Murano acusaba de confabulación a quienes la imputaban, mientras el Gobierno adjudicaba a una conspiración extranjera las denuncias sobre violación de los derechos humanos”, agregó Schmucler.

Pese al rechazo que provocaba su figura y a la inverosimilitud que rodeaba a su pretendida inocencia, Yiya Murano ejerció al mismo tiempo una ambigua fascinación sobre el público y el periodismo y se convirtió en un caso testigo del modo en que determinados personajes y sucesos de la crónica policial, en lugar de perderse en el olvido, permanecen presentes a través de nuevos relatos en los medios de comunicación, como claves de la propia sociedad.

El peso de las circunstancias concretas se relativiza ante la contundencia de las reformulaciones míticas. El dato de que Yiya Murano murió en un geriátrico del barrio de Belgrano en 2014 señala el final de su historia. Pero la leyenda continúa.

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