Orquídeas, ruinas, lluvia y otras pasiones misioneras

17-07-2018

Por Julián Capria

“En el mundo de las orquídeas, cuando tenés tres orquídeas te enganchás; cuando tenés 30, ya sos un orquidiario, y cuando tenés 60, te convertís en un orquidiota que se la pasa buscando orquídeas”, decía Matías Solís mientras en el mágico patio de colores de su orquidiario revoloteaba una docena de picaflores que había ido a beber del néctar que les dejaba servido en unas pequeñas tazas de plástico.

En Puerto Iguazú hay pequeños rincones de majestuosos paisajes que son capaces de sobrecoger la sensibilidad más inmediata o provocar un asombro de tal magnitud que no cabe en el aliento. Por momentos, las cosas parecen irreales, o tal vez demasiado reales, ya sea en el detalle o en la inmensidad.

Que Matías pudiera volverse un “orquidiota” al principio suena como una idea extravagante dicha por un hijo de ese territorio de abundancia natural. Pero de a poco los ojos dejan entrar las formas y los colores en las sensaciones para presentir que la maravilla de esas flores puede llevar a la perdición. No en vano han deslumbrado a pueblos, escritores, poetas e incluso han provocado la creación de misteriosas asociaciones, así como han desatado fiebres de ambición por los valores que pueden llegar a alcanzar algunos ejemplares de excepción.

El mismo Matías vendió una vez una flor por 10.000 dólares. Era una “casco romana” y un japonés la fue a buscar a su “Orquidiario del Indio solitario”, como se llama su pequeña versión de la selva montada en una calle cercana al Hito Tres Fronteras, con unas 80 variedades de orquídeas. Él es hijo de un guaraní y una criolla, pero se asume indio.

En la región abundan las plantas epífitas, que son las que cuelgan de los árboles. “Hay árboles en la selva que pueden tener hasta centenas de miles de pesos colgando. Hay gente que no entiende e insiste en voltearlos, sin darse cuenta de que conservándolos se puede ganar mucho más. Y si hay gente que viene a ver orquídeas, como que de verdad viene de todos lados, ganan el hotelero, el remisero...”.

En las calles de Iguazú también es posible tropezarse con personas que llevan consigo algún ejemplar. Como Cornelia Benitez, de la comunidad guaraní Iriapú. “Voy a buscar las plantas de orquídeas al monte, muy lejos”, contaba hace un tiempo.

Las orquídeas son de alguna manera uno de esos testimonios de los asombros especiales que surgen de la intensa relación de Misiones con la naturaleza.

A 120 kilómetros de Iguazú, camino hacia Posadas, se encuentra la ciudad de Montecarlo, Capital Nacional de la Orquídea. Cada año, durante la segunda semana de octubre, se realiza allí la gran Fiesta de la Orquídea, que reúne a miles de personas, muchas venidas de los países vecinos Paraguay y Brasil.

Allí, no sólo se toman de la naturaleza sino que miles de orquídeas son producidas por la Biofábrica Misiones, en manos de la dependencia del Inta. Montecarlo se destaca en la conservación, investigación y promoción de la flora autóctona nacional. El lugar donde reúne una gran muestra de su fecundidad es el Parque Vortisch, donde además está el laberinto vegetal más grande de América del Sur.

Pero volvamos a Puerto Iguazú, donde en cualquier repaso de una visita a la ciudad y su entorno, sobresalen con un gran impacto en la memoria las maravillosas Cataratas, en el Parque Nacional Iguazú.

Antes de conocer el lugar, uno podría pensar que se trata al fin de uno de esos extraordinarios lugares de postal única que atrae turistas de todo el mundo. Pero es más que eso, mucho más. La intensidad de la conmoción que genera estar frente a una manifestación tan colosal, tan viva y en acción, no es sencilla de trasmitir: sólo cabe decir que es una manifestación de la naturaleza que se apodera no sólo de los sentidos sino del pulso que a uno le marca la sangre.

Oscar Sande, quien se desempeñara durante años como fotógrafo de turistas en la Garganta del Diablo, el salto más grande de las Cataratas (unos 80 metros), contaba su tarea. “Tratamos de hacer lo posible para que la gente se lleve un buen recuerdo”, decía cuando las cosas ya se habían puesto difíciles porque todos los visitantes llevaban sus propias cámaras, algunas de gran tecnología.

Entre lo más impresionante de su trabajo y el de su equipo estaba la manera casi infalible de identificar los rostros de aquellos que habían sido fotografiados. “Cualquiera de nosotros podría ser agente de Interpol, más acá, en la Triple Frontera”, decía entre risas.

Y a la salida del Parque Nacional, es posible encontrarse con pequeños grupos de niños guaraníes cantando desde lo profundo de su cultura. Y más allá de que lo hagan para recibir una propina de los visitantes, cantan por lo que siempre ha cantado su pueblo. “Nosotros cantamos para la naturaleza, para el sol, para mucho más”, nos supo decir uno de los más grandecitos, casi un adolescente. ¿Y para qué más? “Para el bien, para alejar el mal. Para el que está triste”.

Piedras valiosas, niños descalzos

Cerca de Puerto Iguazú, en el camino a Posadas, la capital, por la Ruta 12, son los niños los que suelen recibir a los visitantes que llegan a Wanda, muchos andan descalzos sobre las calles de tierra colorada, que se vuelve greda en los días de lluvia. Llevan consigo trozos de piedras valiosas tomadas de los restos que quedan en las minas que caracterizan el lugar. Intentan cambiarlas por algo de dinero o acaso de comida, y en sus figuras se retratan las adversidades de la pobreza.

En Wanda hay un yacimiento del que se extraen piedras semipreciosas como cristales de cuarzo, amatistas, ágatas y topacios, entre otros. “La tarea es abrir la piedra con explosivo y avanzar hacia adentro de la tierra hasta encontrar geodas (burbujas de aire atrapadas en las que se formaron las piedras buscadas). Lo mejor que nos puede pasar es encontrar una enterita, porque por esa nos pagan aparte”, contaba alguna vez Juan Ocampo, minero nacido en Paraguay.

La humedad del aire misionero es el sino de su paisaje de fecundidad. Y si además llueve con esa constancia de días que suelen tener los temporales en invierno, se vuelve demasiado omnipresente.

Los yerbatales que aparecen contorneando el camino son la fuente de producción de uno de los símbolos con los que se identifica a Misiones: la yerba mate. Allí, construyen su dificultosa suerte diaria los tareferos, como se conoce a los que la cosechan a mano, con una tijera.

Mientras tanto, es casi una curiosidad el hecho de que tratándose de la bebida nacional por excelencia, la mayoría de los productores tenga origen extranjero, en especial europeo. “Es que en Misiones, al ser una provincia formada por inmigrantes, no sólo europeos sino también brasileños y paraguayos, es normal que esto suceda”, supo explicar Federico Werne. El hombre es nieto de alemanes, pero tenía clara su pertenencia misionera: “Yo tomo mate, tereré, mate cocido... Si a la mañana no tomo mate, al mediodía ya me duele la cabeza. Es una costumbre, tal vez una adicción muy poderosa”.

Chipá en la plaza y una boda con leyendas

Si escampa y uno está en Posadas es bueno disfrutar del sol en la plaza 9 de Julio, en pleno centro, e incluso de un chipá o una chipa que ofrecen vendedores estacionados en algunos de los rincones. “Es una costumbre que vino del Paraguay y que está muy afirmada. La receta básica dice que se hacen con almidón, leche, huevo, queso, margarina. Aunque esto es según quién las hace, son diferentes, pues les quitan o les agregan cosas”, describía Priscila Cariaga.

Entre tanta lluvia si uno se encuentra de pronto almorzando en un restaurante de Posadas (rodizio de carne, como se le suele decir, a la manera brasileña, a una parrilla libre) donde también se festeja un casamiento, pueden aparecer rastros del imaginario popular.

Entonces, se recuerda que si estamos frente a una boda pasada por agua, hay dos explicaciones posibles: o la novia ha llorado mucho o ha probado la comida de la olla antes de ser servida. “Es cierto, yo probé la comida de la olla”, reconocía Lilian Almeida, en pleno festejo de su boda con Alejandro Held, dos vecinos de Posadas pero nacidos en el interior misionero: ella en Apóstoles, y él en Puerto Rico.

Pero si la lluvia cae un atardecer sobre las Ruinas de San Ignacio, las sensaciones pueden ser estremecedoras. “Los guaraníes y los jesuitas construyeron, aislados de la sociedad colonial, una estructura social novedosa”, se lee en uno de los carteles didácticos, guarecido en el interior del Museo de San Ignacio.

“Una se había criado aquí, entre las ruinas, que acaso eran algo así como el gran patio de la niñez, y no se tenía demasiada conciencia de lo que significaban”, contaba hace unos años Gladys Hilbert, que se había ido a vivir a Buenos Aires y dos décadas después había regresado finalmente a su lugar, “volver y encontrar que tanta gente viene a verlas, que algunos se echan a llorar de la emoción, hace que una diga: «¡Guau!, en qué lugar me tocó nacer, en qué lugar vivo»”.

Y mientras la lluvia se volvía un aguacero incesante y la oscuridad empezaba a avanzar, un poco más allá de los charcos rojizos pintados por el color de la tierra, de la cortina líquida en la que naufragaba el aire, se levantaban unas extrañas siluetas: las ruinas históricas. Eran como fantasmas, presencias del ayer en la penumbra que nos dicen que hubo otro tiempo y otros hombres bajo la lluvia, que acaso era la misma.

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