Por Facundo Miño | Periodista
La señora Suárez está sentada detrás del mostrador con las piernas cruzadas. Su tienda de relojes está ubicada en una de las principales avenidas de la ciudad de Córdoba. En la vidriera del negocio se anuncian reparaciones. Pero no los arreglan en el local sino que tercerizan esos trabajos.
-Si llegás a encontrar un relojero, avisame dónde porque dependemos de ellos- dice con una sonrisa -. Desde que mi papá se jubiló no podemos encontrar uno realmente bueno. Quedan poquitos y tienen mucho trabajo.
Unas cuadras más adelante, en el subsuelo de una galería comercial, está el taller de Juan Quevedo. La mesa de trabajo está protegida por una mampara. Se levanta de su silla, sonríe sin abrir la reja de la puerta.
-Sí, soy relojero- dice-. Pero soy muy parco, preferiría no hablar. Acá en el piso de arriba está el presidente de la Cámara de Relojeros. Buscalo que seguro puede explicar mejor que yo.
Efectivamente, el presidente de la Cámara tiene un local en el mismo edificio. Pero no está. El peregrinaje del cronista para encontrar relojeros continúa por otras galerías cada vez más oscuras y alejadas. Difícilmente un cliente llegue a esos negocios sin un dato previo a dónde ir a buscarlos.
Alberto Gurkelian tiene 84 años y más de 60 en el rubro. En las paredes de su negocio hay relojes antiguos junto a pósters de equipos de rugby que integró. Sentado, con un destornillador en una mano y un reloj pulsera en la otra, no quiere decir nada sobre su oficio, sólo le interesa hablar de deportes. Un nuevo dato: una joyería y relojería tradicional que acaba de cerrar. La vidriera vacía tiene una hoja A4 con dos números telefónicos para comunicarse por trabajos pendientes. Daniel Gudiño, otro relojero, se excusa señalando una bolsa con arreglos por hacer. Pide que lo llamen por teléfono más tarde, para responder tranquilo. Pero cuando atiende el celular dice que está ocupado.
Al parecer, quedan pocos de los antiguos relojeros. Al parecer les sobra trabajo, les falta tiempo y tienen pocas ganas de hablar.
Ph: Fernanda Márquez
La necesidad no se hereda
Jorge Roo es una excepción y no tiene inconvenientes en contar su historia. Empezó de casualidad. Todavía no había cumplido 20 años cuando notó que en la tienda donde trabajaba necesitaban reparar relojes. Con más curiosidad que valentía, desarmó el primero. Separó una por una las piezas diminutas para entender cómo era el funcionamiento de ese dispositivo. Después se anotó en un curso que daba un técnico que venía de Buenos Aires y aprendió los rudimentos del oficio. Estudió durante más de dos años hasta conseguir el título de técnico relojero. En aquel momento ni se imaginaba que sería toda una vida dedicada a esos objetos.
30 años más tarde el jovencito curioso es un señor maduro con amplia trayectoria en el rubro. Su cartera de clientes incluye localidades del Interior, algunas provincias e incluso países vecinos. Además, 22 tiendas lo contratan para que arregle lo que ellas reciben.
-Para nosotros la mejor publicidad es el boca en boca, no necesitamos hacer barullo- asegura.
Basta mirar el pequeño local que ocupa junto a su esposa para darle la razón. Un mostrador angosto, las paredes abarrotadas de relojes de madera colocados en la pared, repuestos de mallas y pilas, publicidades viejas y otras más recientes. Casi no hay espacio para moverse sin chocar mercadería pero Roo se mueve con destreza en los pasillos.
Después de señalar algunos pequeños grandes tesoros que cuelgan en el negocio, Jorge toma un mate que le ceba su esposa y se sienta en una banqueta alta. En el ojo izquierdo se coloca un monóculo -una lente que sirve para potenciar su vista ampliando el tamaño de las piezas-; en la mano tiene un instrumento similar a una pinza de depilar que le permite ir sacando los engranajes. En la mesada va dejando separadas pequeñas partes de un reloj pulsera. A sus espaldas hay unos ganchitos donde pone los trabajos terminados de un lado y los asuntos pendientes del otro.
-Por una cuestión de espacio, acá solamente arreglo los pequeños. A los de pared que son más grandes, los reparo en el taller que tengo en mi casa. Después, como tienen que quedar a nivel, voy a colocarlos a domicilio.
En su mesa de trabajo todo parece microscópico. Milimétricos destornilladores, pinzas, martillos, punzoneras, llaves a pequeña escala. Las herramientas se compran en un negocio específico, el único que sobrevive todavía en la ciudad de Córdoba. En el caso de los repuestos, el asunto es más complicado porque muchos relojes antiguos tienen piezas que ya no se fabrican más.
- Hay que usar mucho la cabeza, emplear la imaginación para poder reemplazarlas. Eso no lo puede hacer un relojero básico. Requiere conocimiento. Generalmente cuando se necesita algo así busco algún colega que tenga un microtorno para los engranajes. Yo sé usarlo pero como no tengo uno propio, se lo paso a otros- explica.
Dice que además de precisión y concentración se necesita habilidad manual y mucha paciencia. Puede pasarse horas en la mesada buscando una solución.
-Es muy difícil que diga que no de entrada. Lo tengo que investigar. Es un desafío. Tengo que convencerme de que no lo puedo arreglar. Y acepto cualquier tipo de trabajo, desde los más caros hasta los más baratos.
A la hora de explicar lo que hace dice que es como si fuera un médico y los relojes sus pacientes.
- Uno se parece a un psicólogo, con la gente y con los relojes también, hay que tener algunas nociones de psicología- bromea.
Jorge se pone serio al contar que durante los años 90, la etapa de la Convertibilidad, no pudo vivir de su oficio y necesitó de un pequeño comercio para mantenerse.
- Los altibajos que tiene este país son increíbles. Por ejemplo en la época del “uno a uno” no convenía reparar. Con lo que costaba una reparación a lo mejor se podía comprar dos relojes nuevos. ¿Dónde quedaba todo mi aprendizaje para arreglarlos?
Sus dos hijas están vinculadas al trabajo familiar porque son empleadas en tiendas de relojes pero no heredaron el oficio. Roo recuerda que había una mujer relojera en un pasaje comercial céntrico pero hace rato largo que no sabe nada de ella, si sigue en actividad. No recuerda su nombre pero era la única en un universo colonizado por hombres. La relojería, pareciera, es casi exclusivamente de varones.
Una época dorada que se fue
Para el mundillo de los relojeros el gentilicio “chino” es casi una mala palabra. Basta mencionarla unida al vocablo “fabricación” para que tuerzan la boca y frunzan el ceño con desconfianza. Es lo que hace Roberto Sar apenas la escucha. Es un sinónimo de baja calidad, signo de la debacle. La invasión de esos productos significó el fin de una etapa dorada que todo el sector parece recordar con nostalgia.
- Cuando empezaron a aparecer los chinos se fue todo al diablo- dice.
Sar tiene 76 años y uno de los pocos negocios ubicados estratégicamente en la zona céntrica de la ciudad. Su casa es servicio técnico oficial de tres marcas líderes en el rubro. Lleva 51 años de relojero, toda una trayectoria. Al igual que Roo, adquirió el oficio por necesidad. Trabajaba como empleado ferroviario y le costaba llegar a fin de mes. Uno de sus compañeros le fue enseñando el oficio paso por paso, lo tomó como aprendiz. Después de tres años de docencia, el amigo le ofreció un puesto en su taller. Sar abandonó el ferrocarril para nunca más volver.
Su relojería funciona hace 35 años en el mismo lugar y es un verdadero clásico de la especialidad. Tiene el taller en la planta alta, lejos de la vista de los clientes. En una estantería están apilados los catálogos de modelos viejos y más recientes que maneja con sabiduría. Disfruta explicando algunos secretos básicos a los novatos.
- A este me lo mandan desde Villa María. Es un ecodrive, se carga con la luz solar. Lleva un capacitor, es a la inversa de las pilas, funciona en forma similar a la batería de un auto. Viene sin carga. El reloj tiene una plaqueta que toma la luz, la transforma en energía y se acumula. Yo saqué un capacitor nuevo para probarlo y hacer el presupuesto. Ningún relojero te lo hace porque cuesta 1000 pesos-asegura.
En ese tipo de decisiones, cree, está la gran diferencia en la calidad de la atención. No desconoce que su carácter de oficial le brinda un colchón económico que algunos de sus competidores no pueden alcanzar. Vuelve a la carga sobre los productos chinos.
- El relojero que apenas sobrevive no puede gastar mucho dinero en herramientas buenas. Entonces ¿qué hace? Va y compra un blister de limas chinas que son horribles y te dejan la huella como si fuera un arado en la máquina.
Sar encuentra un gran cuello de botella en la poca formación de las generaciones más jóvenes y en el inexorable envejecimiento de las camadas más veteranas.
Con su trayectoria, conoce prácticamente a todos los colegas. Muchos de los que considera mejores, ya están jubilados.
-El problema es que acá no hay quien te enseñe. Los pocos que podrían capacitar están ocupados con sus propios negocios, lógicamente. Algunos muchachos jóvenes aprenden a cambiar una pila y ya creen que saben. Después hacen más macanas que arreglos.
Mientras habla se desentiende de los clientes. Es su hijo el que se ocupa de atenderlos.
Como no hay escuelas que enseñen, le fue mostrando el camino hasta formarlo completamente. Siguió la receta de aquel viejo colega que lo introdujo en el tema. Orgulloso, cuenta que su nieto sale del colegio y viene a aprender en el taller. Se ilusiona con tres generaciones de Sar dedicados al rubro. Las etapas de aprendiz, dice, son claras.
-Tenés que empezar desde lo básico. Lo lógico es empezar con un despertador bien simple. Igual, te lleva un tiempo largo y seguís con otros un poquito más complicados. Después de eso podés aspirar a un reloj de bolsillo que en general nadie quiere prestarte porque piensan que se lo vas a hacer bolsa. Después de dominar estos modelos más básicos, recién ahí, pasás a un reloj a cuerda, aunque ahora hay menos. Cuando ya estás bien ducho en todos esos mecanismos, podés pasar al automático.
En paralelo a la desaparición de los mejores colegas, Sar está preocupado por los proveedores que también sufren el paso del tiempo. Muchas de las familias que tuvieron negocios tan específicos no encuentran un heredero joven que tome el timón. Además, buena parte de los repuestos y las herramientas de su actividad proviene del extranjero. Importar insumos con una tarifa de dólar en alza implica riesgos y requiere espalda financiera. El rubro tiende a achicarse y la mercadería junta polvo en un estante.
- Los importadores no pueden comprar piezas sueltas, vienen paquetes que se llaman gruesas y tienen 144 piezas. ¿Las van a tener de clavo para que le caigan dos clientes a comprarles una vez al año? No sé qué vamos a hacer cuando esta gente cierre. En Buenos Aires hay una casa inmensa que tuvo cuatro generaciones dedicadas a los repuestos. Las estanterías llegaban hasta el techo pero dejaron los repuestos de relojes y ahora venden acero quirúrgico, plata con oro, bijouterie, pilas y mallas- comenta con tono resignado.