La ruta nacional 52, el camino hacia Chile por el Paso de Jama, atraviesa la inmensa planicie blanca de las Salinas Grandes y separa a las dos empresas que explotan el salar. Por ser invierno, el suelo está compacto y firme y esto permite ingresar a las salinas con vehículos propios, sin más medidas que un poco de recaudo.
Hace tiempo, algunos salineros empezaron a tallar los panes de sal que extraen del suelo y convertirlos en artesanías, que aportan un poco más de dinero a sus escasos ingresos familiares. Los fines de semana, cuando el sonido de los picos y la siembra de la sal se detienen, las venden a los turistas que llegan hasta aquí.
El viaje
El camino que llega hasta las vastas Salinas Grandes tiene su encanto propio. Partiendo desde San Salvador de Jujuy, al viaje le restan 190 kilómetros de imponentes y por momentos rústicos paisajes. Para llegar hasta esta solitaria región hay que recorrer 64 kilómetros por la ruta nacional 9 hasta Purmamarca, para luego tomar la 52 y transitar los 126 kilómetros finales por la Cuesta de Lipán, atravesando caseríos como Quisquira, Patacal y La Ciénaga hasta el Abra de Potrerillo, donde se encuentra el salar.
La tan nombrada Cuesta de Lipán es un serpenteante camino que asciende en espiral hasta los 4140 m.s.n.m. Aunque es bueno tomar ciertas precauciones para no apunarse, la subida lenta del vehículo permite que el cuerpo se acomode a la altura. (Un consejito: moverse lentamente y comer pastillas de menta si no les gusta “coquear”). Desde allí se puede ver el salar a los lejos.
Talladores
Ezequiel y José estaban en un mediodía de domingo dando forma a los bloques de sal con hachas y lijas. Llamitas y cardones son las figuras clásicas que tallan y ofrecen a los visitantes como recuerdo del lugar.
Ezequiel tiene 13 años y hace más de uno que pasa sus fines de semana en las salinas cortando y tallando el mineral. José, de 23, trabaja en la salinera durante la semana, y también vende sus artesanías los sábados y domingos.
“Hace cinco que trabajo acá - nos cuenta José - pero hace tres años que hago llamitas. Aprendí sólo”.
Ezequiel tiene a su hermano que viene de lunes a viernes a extraer sal. Él, por su corta edad suponemos, todavía no trabaja en el salar, pero aprendió de un conocido esto de golpear y dar forma a los bloques. “Tenía un amigo que venía haciendo llamas y eso”, explica Ezequiel, que en la semana talla estas artesanías en su casa. “Los fines de semana vengo a turistear”, agrega, mientras sigue machacando la sal entre las manos ajadas por el mineral y el sol. Ya se adivina la silueta de una llama.
Ambos viven en Santuario Tres Pozos, una localidad ubicada a unos 15 kilómetros del salar y donde los pobladores se dedican a la agricultura en reducida escala, pastoreo de ganado menor y producción de artesanías. Además, y por encontrase próximo a las Salinas Grandes, muchos de sus pobladores se dedican a la extracción de sal.
“Turistear”
El cuerpo se entibia con el calor del mediodía, a pesar del invierno. El sol encandila, los ojos permanecen “achinados” detrás de los anteojos oscuros; imposible abrirlos ante el reflejo brutal y blanco.
Durante el día, decenas de personas en calidad de turistas descenderán de sus vehículos para pisar el salar. José y Ezequiel son, ese día, una suerte de anfitriones del lugar. La gente se baja, toma fotos, y recorre los piletones donde se siembra la sal. Al atardecer, bello por cierto, llegará el frío y el viento penetrante.
Vergüencita
Mirar, tocar y preguntar cuánto cuesta esta llamita es el ritual de la mayoría de los visitantes. José y Ezequiel responden a cada uno. A pesar de que muchos turistas suelen descender de caros vehículos, el precio de las artesanías, que no supera los dos dígitos, parece intimidarlos.
Imaginar, tal vez, que si alguien decidiera privatizar el ingreso, cobrar entrada y montar una tienda donde las artesanías costaran tres veces más, seguro se venderían a granel. Es cuestión de marketing, podrían suponer algunos. Vergüencita ajena.
Un recorte de esta realidad podría suponer que lejos de ser un oficio heredado en la tradición familiar, la talla de estas piezas se acerca más a una forma de sobrevivir. Prejuicio, tal vez, de una mirada foránea.
Producción: Ocho y Medio Coop. de Trabajo
Redacción y fotos: Cecilia Ghiglione