Las víctimas más desprotegidas

28-02-2019

Osvaldo Aguirre | Escritor y periodista

El 14 de octubre de 2018, cuando Sheila Ayala, de 10 años, desapareció mientras jugaba con amigas en la puerta de su casa en la localidad bonaerense de San Miguel, la prensa comenzó a recordar el antecedente de Candela Sol Rodríguez, de 11, asesinada en 2011 como venganza contra su padre. El descubrimiento del cadáver, cuatro días después, pareció confirmar esa asociación y dar razón a las primeras especulaciones.

Sin embargo, horas después del hallazgo, Fabián González y Leonela Ayala, tíos de Sheila, confesaron ser autores del crimen. La nena fue estrangulada con una sábana y luego arrojada dentro de una bolsa en un sector que los vecinos usaban como basural. El 20 de noviembre, Leonela Ayala recuperó la libertad, después de probar que estuvo con un familiar en las horas en que se cometió el asesinato, al parecer por la resistencia de la nena a un abuso.

Las asociaciones entre los dos episodios se interrumpieron en ese punto. No había “otro caso Candela”. Ambos hechos, no obstante, coinciden en revelar un mismo fenómeno: los menores en situaciones de desprotección que resultan víctimas de graves delitos. Y a la vez muestran un aspecto menos observado: el tratamiento negligente con que los medios de comunicación suelen desarrollar los casos de alto impacto público.

Las crónicas en cuestión

En los últimos años, como parte de reflexiones que no son del campo periodístico sino de otros ámbitos, en particular de los derechos humanos, la teoría sobre los medios y los movimientos feministas, se formularon protocolos y recomendaciones para el modo en que la crónica particularmente policial narra los hechos de actualidad.

La Red Par elaboró así un Decálogo para el tratamiento periodístico de la violencia contra la mujer, en el que advirtió sobre informaciones que pueden perjudicar a la víctima, la búsqueda de justificaciones o motivos (alcohol, drogas, discusiones) que distraen la atención del eje del episodio -la violencia- y la necesidad de dejar en claro quién es la víctima y quién el agresor.

La cobertura del femicidio de Ángeles Rawson, ocurrido el 10 de junio de 2013 en Buenos Aires, fue reveladora de una mirada sostenida en estereotipos de clase y de género. El caso fue tomado por la Defensoría del Público de Servicios Audiovisuales para elaborar un informe que cuestionó la espectacularización de los hechos policiales y también los prejuicios del llamado sentido común que constituyen la visión del mundo que propone el relato periodístico habitual. En los años 80 y 90, según reveló por otra parte el Archivo de la Memoria Trans, el periodismo argentino acompañó la persecución policial a la comunidad travesti, la justificó, contribuyó a su discriminación y estigmatización y, con muy pocas excepciones, naturalizó la violencia contra las personas trans.

El prejuzgamiento periodístico sobre los hechos, las conjeturas basadas en rumores y la tendencia a incriminar a personas antes de que lo haga la Justicia, suelen legitimarse bajo coartadas tan nobles como la necesidad de informar y la práctica del periodismo de investigación. Con esas excusas, y la búsqueda menos reconocida pero más evidente de capturar y sostener la atención de las audiencias, la prensa reitera prácticas históricas como el recurso a fuentes de información anónimas, un paraguas bajo el que se suelen filtrar operaciones de actores interesados en el desarrollo de los sucesos.

La cobertura de la muerte de Sheila Ayala fue un caso testigo. El relato periodístico se desplegó en dos momentos, en principio entre la desaparición de la nena y el hallazgo de su cadáver y desde la detención de los tíos hasta la prisión preventiva de Fabián González y la excarcelación de Leonela Ayala, cuando se perdió de vista en la agenda periodística.

Leonela Ayala fue la protagonista de la historia. La tía de Sheila llamó la atención de la prensa porque se ofreció a extensas entrevistas en televisión, mientras se ignoraba qué había pasado con la menor, y después al ser acusada por el asesinato, sobre todo cuando había derramado lágrimas ante las cámaras y alentado sospechas contra la madre de Sheila.

Los videos de las entrevistas aún pueden verse en la web. No solo muestran que Leonela Ayala intentó desviar la investigación sino también que sus explicaciones y su versión de los hechos fueron en buena medida inducidas por los periodistas que la abordaron y que, como se dice, le dieron letra sin percatarse de los estereotipos que ponían en circulación.

Un periodismo de la sospecha

La desaparición de Sheila se produjo en el marco de un litigio entre sus padres. El padre había recibido la tenencia judicial de la nena, por la presunta participación de la madre en venta de drogas. Al mismo tiempo, la madre había dejado de percibir la asignación universal por hijo.

El periodismo se basó en estos datos para apuntar sus sospechas contra la madre. La alusión a la droga activó el antecedente de Candela Rodríguez, lo que hizo presentar a la desaparición de Sheila como una repetición de ese caso.

A la vez el periodismo recurrió a fuentes policiales sin identificarlas, reprodujo rumores y, jugando al detective, sumó como supuesto indicio el hecho de que dos perros rastreadores habían marcado el domicilio de la madre.

Un fragmento de la extensa entrevista que hizo el canal C5N muestra el modo en que Leonela repite aquello que los periodistas le dicen:

Leonela Ayala (L. A.): Yo creo que mi sobrina se fue con alguien.

Periodista: ¿Se fue con un conocido de la madre?

A.: Sí, ellos pasaban.

P: ¿Pensás que es un ajuste de cuentas con la madre?

A.: La persona que fue a declarar dijo que ella tiene problemas y que tienen una deuda de drogas.

P: ¿Esa deuda es importante en cuanto al monto?

A.: Dicen que sí. Cuando ella los trajo la última vez dijo que tenía miedo que les pase a los chicos, tengo miedo por los chicos.

P: Hay dos hipótesis. O lo hace la mamá para hacerlo quedar mal al papá y que le devuelvan el dinero. O hay otra persona.

(...)

P: No será la primera vez que en el mundo narco se ajustan las cuentas con los hijos.

El desenlace del caso provocó reacciones de indignación contra Leonela Ayala. Pero no hubo ninguna reflexión sobre el papel que había desempeñado el periodismo al alentar las sospechas contra la madre de la menor y azuzar prejuicios contra derechos básicos, como la asignación universal por hijo.

Leonela Ayala parecía fuera de duda y pasó a no tener ningún crédito, aun cuando dijo que había sido víctima de abuso sexual. Ocupaba el lugar de la víctima, como familiar de Sheila, y en tanto tal recibió el tratamiento habitual de la prensa, que consiste en abrir sus micrófonos y sus grabadores para cualquier cosa que una persona tenga para decir en ese momento y mucho mejor si el contenido es dramático -como ponerse a llorar en cámara- o violento -pedir la pena de muerte o exaltar la llamada “justicia por mano propia”-. La mujer sobreactuó ese papel al presentarse como una especie de madre ejemplar, que se preocupaba siempre por sus hijos y estaba embarazada -dio a luz al día siguiente de ser detenida.

Lo que quedó al margen de la cobertura fue el contexto en que ocurrieron los hechos: una población sumida en la precariedad y en situación irregular desde todo punto de vista legal; el narcomenudeo como salida; la erosión de los vínculos sociales, reflejada en los enfrentamientos entre vecinos; la desatención completa por parte del Estado, que recién se hizo presente al ocurrir el crimen, para anunciar que el edificio en que vivía la víctima sería demolido.

Un iceberg

En diciembre de 2018 la fiscalía de Morón anunció que tres exjefes policiales serían llamados a indagatoria por el caso Candela Rodríguez. Se trata de Juan Carlos Paggi, la máxima autoridad de la Bonaerense en 2011; Hugo Matzkin, el segundo; y Roberto Castronuovo, tercero en la escala de mando.

Los policías son investigados por posible encubrimiento agravado de la desaparición y asesinato de la menor. Su citación puso de relieve un aspecto clave del caso: a pesar de las condenas con que culminó el juicio, persiste la presunción de que hubo más implicados, y que la Policía, no ya por algún integrante aislado sino de manera institucional, por lo menos estuvo al tanto de la trama criminal en un grado mucho mayor al que puede sugerir el expediente.

Según la reconstrucción judicial, el asesinato de Candela fue instigado por Miguel “Mameluco” Villalba, un capo narco que en algún momento se presentó como candidato a intendente en la localidad bonaerense de San Martín, como venganza contra Alfredo Rodríguez, padre de la nena y preso por piratería del asfalto, ante la creencia de que lo había delatado ante la Policía Federal.

La investigación policial del caso provocó sospechas desde el principio, con descuidos tan elementales como la falta de preservación del lugar donde apareció el cuerpo. Y otros que recién surgen a la luz, como la protección dispensada a Héctor Moreyra, “el Topo”, un confidente policial.

En las novelas de espionaje se llama “topo” al agente infiltrado en un campo enemigo, capaz de permanecer inactivo durante mucho tiempo. Moreyra pareció responder a ese perfil, aunque es difícil determinar si fue para la Policía o para el narcotráfico: como es habitual en ese tipo de personajes, la provisión de datos era una especie de contraprestación por la tolerancia policial hacia la venta de drogas, de cuyas ganancias también participaban policías bonaerenses.

La casa de Moreyra fue uno de los lugares en los que estuvo cautiva Candela antes de ser asesinada, y el vehículo en que la secuestraron pertenecía a su sobrina. Según la fiscalía de Morón, la línea de Moreyra, quien “informaba a distintas agencias de seguridad todo lo relacionado con el narcotráfico de San Martín”, llevaba hasta la cúpula de la Policía provincial, y en concreto hasta Castronuovo.

Por el caso fueron condenados a prisión perpetua Hugo Bermúdez y Leonardo Jara. Apenas la punta de un iceberg.

Los hechos y las reacciones

Lo inquietante de los relatos periodísticos no refiere solo a los hechos que cuentan sino también a los efectos y a los comentarios sociales que movilizan o reproducen sin el menor juicio crítico, como ocurrió con las reacciones xenófobas que disparó el crimen de Sheila Ayala y que sintonizaron con una creciente intolerancia hacia minorías.

El 2 de enero, la asesora tutelar de la Ciudad de Buenos Aires, Yair Bendel, le pidió al Ente Nacional de Comunicaciones que tomara medidas para supervisar la cobertura periodística de la violación múltiple de una menor de 14 años en Miramar, en particular para evitar la difusión de informaciones sobre la intimidad de la víctima y de su entorno y hacer que los portales digitales cierren sus notas a comentarios.

“Permitir a los medios la difusión descontrolada de información sin tomar medidas de protección -sostuvo Bendel- instala en la sociedad la creencia de legitimidad respecto de acciones que están prohibidas por la ley y permite la sostenida vulneración de los derechos de los niños, niñas y adolescentes involucrados”.

Los sucesos policiales provocan reacciones que exceden a los hechos en sí y expresan sentimientos, actitudes y creencias más o menos solapadas. El malestar social tiene allí uno de sus registros más evidentes, y también, actualmente, la prédica contra los valores solidarios, la discriminación y la resistencia contra la igualdad de género, aun al precio de poner en duda a las víctimas y avalar situaciones de abuso.

La mirada convencional del periodismo abre los ojos para invadir la intimidad y simultáneamente cierra el ángulo de visión sobre personas aisladas, como si los crímenes fueran su absoluta responsabilidad, completamente desvinculados de la sociedad en que ocurren. Pero es precisamente en esa sociedad, en sus relaciones y valores, donde la investigación periodística probablemente encuentre revelaciones quizá menos impactantes pero más verdaderas respecto de los delitos que nos conmueven cada día.

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