Julián Capria | Escritor
Bibi González | Ilustradora
“El riojano es muy abierto, cariñoso, cantor y con muchas ganas de recibir gente; por eso es que abre sus casas, sus patios. Estos rasgos particulares vienen de antaño. Si nos detenemos en nuestros caudillos, podemos reparar en la característica humana de Ángel Vicente Peñaloza, “El Chacho”, que mientras daba todo por su gente y su tierra, era un hombre extremadamente sencillo”.
Así habla en la pluralidad riojana de sí mismo, el cantor y compositor Pancho Cabral, que no sólo les ha cantado a su gente y a su lugar, sino que también ha estudiado profundamente las raíces y las manifestaciones culturales de su pueblo.
La brisa que recorre la sed de los llanos riojanos parece llevar guardada en sus entrañas un lejano murmullo de tropeles apurando las distancias con la brava ansiedad de los jinetes montoneros y sus caudillos.
Facundo Quiroga y Ángel Vicente “El Chacho” Peñaloza son los más renombrados por la historia, pero hay otros para dar testimonio de un pueblo que salió a pelear por sus verdades.
En los tiempos en los que el país apenas se había echado a andar en un destino propio y el pueblo riojano y sus líderes bajaban para decir: “Aquí estamos”. Hoy, mientras aquellos símbolos son monumento y nombres de calles en tantos lugares de la provincia como señas en la memoria colectiva de la pasión del siglo XIX, cada día alumbra la vida de los riojanos en plena construcción del presente y en el presentimiento del futuro, en medio de las adversidades con que los hombres y las mujeres afrontaron el desafío de vivir en esa tierra.
La aridez en la majestuosa piedra y también en los llanos es la adversidad principal. Por eso el agua y su reparto han sido la obsesión de los pobladores en general, y en especial los labradores de la tierra (olivos, viñedos, nogales, frutales y hortalizas son protagonistas de la producción agrícola).
De Olta a Chamical
Es posible que por cualquier sitio que uno intente asomarse a La Rioja profunda, la historia aparezca con algunas de sus marcas imborrables. Pero si se elige detenerse en Olta, hacia el centro-sur de la provincia, todavía es posible sentir al pasado temblar.
Es que allí fue asesinado “El Chacho”, el gran enemigo del centralismo porteño y del mitrismo. Un pequeño busto en la plaza del pueblo recuerda que, una vez degollado, su cabeza fue exhibida allí, ensartada en una pica.
El 12 de noviembre de 1863, tras rendirse al mayor Irrazábal, fue cobardemente ejecutado. En Olta, hay una réplica del rancho donde fue acorralado y dio pelea hasta que se declaró vencido. El catre solitario que está adentro del pequeño cuarto es el que en verdad durmió por última vez el caudillo.
“A mí en la escuela me enseñaron que era un bandolero. Pero después fui descubriendo la profundidad de su sentido de justicia, de su condición federal. Siempre fue frontal, honesto. Luego sucumbió en la pelea desproporcionada en la que se enfrentaba con lanzas y sables contra fusiles”. Hace unos años, esto nos decía Rubén Armentano. El empresario, poeta y escritor, acurrucaba sus pensamientos estremecidos con sus brazos, dentro de la réplica del rancho donde “el Chacho” vería su última penumbra.
En Olta, además, hay otro rastro que suele resultar muy inesperado para los forasteros. Allí, en las orillas del poblado, está el caminito original que inspiró los versos de uno de los tangos más repetidos de la historia: “Caminito”.
Es posible que Juan de Dios Filiberto, a su vez, se haya inspirado en el paisaje del barrio porteño La Boca para escribir la música, pero la letra habla de otro sendero, de uno riojano que llevaba de Olta a Loma Blanca, el que a principios del siglo 20 recorrió enamorado el poeta Gabino Coria Peñaloza.
Nacido en San Luis, su madre era oriunda de Olta, y fue en un paso por el lugar que se enamoró de una maestra de música que vivía en Loma Blanca. Ese es el camino del que habló el poeta cuando, luego de las insistencias de Filiberto para que le pusiera letra a su música, recuperó la dolida historia de amor de su juventud.
Otro lugar especial en la marcha por el interior riojano es Chamical, la ciudad donde en 1961 se estableció el mítico Centro de Experimentación y Lanzamiento de Proyectiles Autopropulsados (Celpa), clave en el programa espacial argentino de esos años.
“Chamical estaba pensado para ser una especie de Cabo Cañaveral de Sudamérica. Todo estaba revolucionado en el pueblo: empezaron a llegar máquinas extrañas y muchos extranjeros, sobre todo japoneses y brasileños”, nos contaba algunos años atrás Filemón Silvestre Moya, que ingresó a la administración de la Fuerza Aérea un mes antes de que se convirtiera en el Celpa.
“En los primeros tiempos, helicópteros tiraban papelitos para advertirle a la gente sobre los experimentos. Por ejemplo, para estudiar la atmósfera se lanzaban cohetes que luego desprendían una cápsula con sodio y la nube que quedaba en el cielo se veía a gran distancia”, recordaba.
A cinco kilómetros de Chamical, el 18 de julio de 1976, los sacerdotes Carlos de Dios Murias y Gabriel Longueville fueron secuestrados de la casa de una religiosa, luego torturados y asesinados. Acompañaban en la misión al obispo Enrique Angelelli, también asesinado pocos días después, el 4 de agosto. Su obra en favor de los pobres ha dejado una profunda huella en La Rioja. El martirio de los tres sacerdotes, junto al del laico Wenceslao Pedernera, fue reconocido por El Vaticano, y serán beatificados de un momento a otro.
Algunos puntos de la geografía provincial ejercen un poderoso atractivo al resto de los argentinos, como lo es sobre todo el cañón de Talampaya, pegado el Valle de la Luna, un parque nacional que ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
Mientras, el cerro Famatina con su vientre de oro, plata y otros metales de codicias nuevas ha sido el centro de la vieja sed minera y es el eje de un proyecto de explotación a gran escala que ha desatado una intensa polémica y generado la resistencia y lucha de los pobladores durante los últimos años.
El manantial de la chaya
Vieja tierra en la que habitaron diaguitas, La Rioja conserva tradiciones también de su lejano pasado. Entre ellas, la sobresaliente es la chaya, un festejo popular que cada febrero vuelve al escenario de la calles ardientes del verano en las que el agua corre entre la gente como si la siesta fuera un gran manantial.
Es que Chaya era la diosa de la lluvia y el nombre del agua de rocío. Es también el modo en que se llama la antigua fiesta diaguita que celebra la cosecha, es decir la intervención del agua en el misterio de la producción de los frutos de la tierra y también, en consecuencia, un modo de agradecerle a esa madre tierra, la Pachamama.
Dentro de la chaya está el carnaval, pero todo el tiempo chayero es una celebración de identidad profunda de la provincia. Y el Pujllay, aquel príncipe alegre y mujeriego de la antigua leyenda que cuenta que ignoró el amor de una joven indiecita, vuelve a quemarse, arrepentido y borracho, ahora convertido en un gran muñeco que se incendia en los barrios al final de cada celebración. Ese momento es el indicado para sacar toda la alegría de adentro.
Y el agua, la harina, la albahaca son como los elementos esenciales de los riojanos.
“Todos los hombres somos de albahaca, por darle así un nombre al aroma particular de cada ser. En cada ser hay una magia indivisible, que al acercarnos nos transmite y nos anuncia el perfume de lo humano; y el riojano es de albahaca por su fiesta, por el sentido lúdico de ese ritual. La mujer es de agua: estamos nueve meses dentro de un vientre y después esa mujer nos enseña a vivir, comer y andar por la vida. La unión entre el hombre y la mujer viene y avanza por las luchas cotidianas, por el amor, por la tristeza, por la esperanza. Son hacedores de vida”. Así sostiene Pancho Cabral, que llamó a uno de sus libros de poemas, precisamente, “Mujeres de agua, hombres de albahaca”.
En el canto que encanta de La Rioja está siempre presente esa invocación. “Chaya de los pobres te´i de esperar/ con una vidala para cantar,/ con gustito a aloja mi carnaval/ sube tu fuego en el polvaderal”, dice la Chaya de los pobres del gran Ramón Navarro, estandarte de la música riojana.
La provincia ha dado siempre grandes poetas que aportaron al cancionero argentino, como Ariel Ferraro y Héctor David Gatica, y músicos emblema como José Jesús Oyola. En estos tiempos hay una presencia fuerte de riojanos talentosos en el escenario de la música argentina como, entre otros, “La Bruja” Salguero, Ramiro González, Sergio Galleguillo, Rodolfo Tubo Moya, Gloria de La Vega, Natalia Barrionuevo.
“Los cantores riojanos y sus cantos son variados”, dice Cabral, que está escribiendo un ensayo sobre la música de su provincia y que ha sido convocado para la edición número 50 de la Fiesta de la Chaya 2019 (del 7 al 11 de febrero próximo) para hacer sus aportes. “En esta ocasión se va a presentar el paso básico para que la chaya pueda bailarse. Vengo luchando desde hace años por eso. Se trata de que se pueda danzar libre, sin coreografía, porque ninguna chaya es igual”.
El autor de la célebre canción “Azul provincial” vive en la ciudad de La Rioja, después de haber andado por el país y el mundo, y de haber residido en Francia en su exilio durante la Dictadura. “Es una ciudad muy musical y tengo a muchos amigos a salto de pulgar”.
Paisaje que anda
Mientras tanto, Chilecito, la segunda ciudad de la provincia, es otro de los focos intensos de la cultura y el arte riojano. Desde allí, la bailarina y coreógrafa Silvia Zerbini proyectó la mayor parte de su vuelo artístico, que la tuvo como referente principal en el gran movimiento de renovación de la danza folklórica de los años 80 y que la llevó a ser, en estos días, directora del Ballet Nacional de Folklore.
De los chileciteños y riojanos dice Zerbini que “son creativos, artistas de toda laya: músicos, cantores, pintores, obviamente paisajistas, poetas y escritores increíbles y bailarines”. Entre los últimos rescata a la figura de la Chunga Ovalle, “gran precursora de proyectos y cuadros coreográficos”.
Desde un balcón de barrio porteño San Telmo y con la nostalgia de la distancia nueva, apela a una de las frases que le ha ido forjando la vida: “La Rioja es una tierra tan difícil de querer como de olvidar”, y la aplica a su gente: “El hombre es un paisaje que anda. Entonces, el riojano es como su tierra: difícil de llegar a conocerla, pero una vez que lo hacés, es imposible de soltarla”.
Dice que son guardianes de sus cosas, de la historia, pero sobre todo alegres.“Somos todos Pujllay: dioses de la alegría, amigueros, celebradores”.