La Independencia, nuestro coraje original

05-07-2018

Alejandro Mareco | Periodista

Después de 11 días de viaje al paso de caballos y carruajes, de descansar apenas en la precariedad de las postas, el 9 de julio de 1816 José de San Martín entraba a la ciudad de Córdoba sin saber que el sol que iluminaba esa mañana invernal era el que tanto había querido ver brillar en lo alto del cielo. El cielo de la patria que pujaba por nacer.

Había partido desde Mendoza. Allí preparaba su ejército para el plan continental que ya tenía maduro en sus pensamientos.

Su misión en Córdoba era mantener un encuentro clave con Juan Martín de Pueyrredón, el director supremo recién nombrado por el Congreso en Tucumán, que a su vez venía bajando desde el norte. El futuro libertador esperaba el respaldo oficial para comenzar finalmente su gran campaña a través de Los Andes, de la que habían empezado a contar los rumores, aunque nadie imaginaba su enorme dimensión.

“Ánimo, que para los hombres de coraje se han hecho las empresas”, le había escrito en una carta a Tomás Godoy Cruz, representante de Mendoza en el Congreso, impaciente porque el pronunciamiento no llegaba.

“¡Hasta cuándo esperamos para declarar nuestra independencia! ¿No le parece a usted una cosa bien ridícula acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional y por último hacer la guerra al soberano de quien en el día se cree dependemos? ¿Qué nos falta más que decirlo? Por otra parte, ¿qué relaciones podremos emprender, cuando estamos a pupilo?”, le decía.

Aquel 9 de julio de 1816, finalmente los congresales reunidos en Tucumán declaraban la independencia nacional. El momento de la verdad de los pueblos libres americanos había amanecido aquí, en los confines del sur.

Ya la gran decisión no era sólo un asunto de palabras, sino un hecho histórico trascendente, que tendría sus consecuencias dramáticas y complejas: la profundización de la guerra, entre otras tantas cosas, como la organización política.

Por eso, que el mismo día en que los congresales en Tucumán la declararan, San Martín se reuniera con Pueyrredón en Córdoba, es como si el destino nacional hubiera tenido ya guión escrito.

Aquella fecha es el faro prendido en el horizonte argentino cada vez que llega el mes de julio.

No sólo se trata del regocijo que suelen traer consigo las fechas patrias, que en el calendario pintan con el rojo de los días disfrutables: descanso, locro, reunión familiar, tal vez asado, balcones y ventanas embanderadas, escarapelas en el pecho, actos escolares, desfiles.

Cada vez que regresan al almanaque, las fechas que celebran nuestro principio colectivo vienen cada vez a proponernos, sobre todo, la conciencia de que esta condición nacional que nos parece haber sido dada por la naturaleza sólo con nacer, es en realidad una conquista de otros hombres, otras mujeres que nos precedieron en el tiempo: los argentinos originales.

Eso son nuestros grandes próceres, los constructores de la hora inaugural. Lo hicieron a través de la acción política y de la guerra, como sucede en casi todas las historias de autoafirmación.

Son días también para reflexionar dónde estamos parados, qué hicimos y hacemos con aquel legado, con el fuego que los argentinos, los americanos originales, nos dejaron encendido para que sostengamos su ardor, para que el candil nunca se apague.

Libertad en tiempos calientes

Esta condición nacional, de la que respiramos tanto como del aire en estas latitudes al final del planeta, decíamos, tal vez parece, a esta altura del paso de las generaciones, un asunto de la eternidad.

Pero fue el fruto de la brava decisión de un grupo de hombres que interpretó el llamado de su tiempo, de la historia y que, sobre todo, representó con fidelidad las aspiraciones de su pueblo.

Fue la hora de lanzarse a la arena de la historia. Aquellos eran tiempos calientes, señalados a fuego por grandes acontecimientos que cambiarían la manera en la que estaba organizado el mundo, sobre todo desde el punto de vista de los poderosos europeos que mantenían sometido a gran parte del globo a la condición de colonia.

La semilla de la emancipación de esas colonias americanas había venido germinando desde finales del siglo XVIII, a través de distintos movimientos hasta que, en nuestro suelo, estalló en mayo de 1810.

Habían pasado nada menos que tres siglos de dominación, en los que los habitantes nacidos en este nuevo mundo no tenían derecho ni a la condición de ciudadanos ni al acceso a las riquezas en estas ubérrimas latitudes.

En los sencillos pobladores de nuestro continente colonizado, y en el ánimo de la construcción de la vida de cada día, la determinación de ser libres comenzó a cobrar cada vez más sentido, no sólo en la abstracción de la idea de libertad, sino en la realidad cotidiana.

Es que la libertad no es pura abstracción, una idea, sino que se traduce en la vida concreta: no hay verdadera condición humana sin dignidad. Esa aspiración ha movilizado a los pueblos en la historia.

El filósofo alemán Immanuel Kant, hace ya casi tres siglos, decía que la dignidad constituye la condición necesaria para que algo sea un fin en sí mismo. Se trata de algo que “no tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor intrínseco, esto es, dignidad”, sostenía.

Entonces, salieron a luchar por ejercer sus derechos en la tierra en que habían nacido y vivían, y terminar con que la condición americana fuera una condena a la exclusión, la postergación y la explotación abusiva.

Lejos estaban aquellos patriotas de sentir angustia por separarse de España, como sostuvo una desafortunada frase del presidente Mauricio Macri frente al rey Juan Carlos, de España, durante la celebración de los 200 años de independencia, en 2016.

Artigas, los Pueblos Libres y la otra independencia

En Arroyo de la China (luego Concepción del Uruguay, provincia de Entre Ríos), el 29 de junio de 1815 comenzó a sesionar el Congreso de Oriente o Congreso de los Pueblos Libres. Fue convocado por el caudillo José Gervasio Artigas, de gran influencia en el Litoral y en una vasta región.

Las provincias allí reunidas produjeron la primera declaración de independencia de la corona española. Pero este congreso fue desconocido por Buenos Aires, enfrentada resueltamente con Artigas, y por las provincias bajo la influencia porteña.

Al congreso, fueron representantes que formaban parte de la Liga de los Pueblos Libres, bajo la protección de Artigas. Estaban Entre Ríos, Corrientes, la Banda Oriental, Misiones, Santa Fe y Córdoba. Las del Litoral al año siguiente no enviarían delegados al Congreso de Tucumán, en cambio Córdoba sí lo haría.

No se conservaron las actas originales del Congreso, pero sí algunos indicios que podrían reconstruir su contenido.

“Se sabe, por ejemplo, que el diputado por Santa Fe, Pascual Diez de Andino, arribó con las mismas Instrucciones que en 1813 portaron los diputados de la Banda Oriental ante la Asamblea General Constituyente en la primera de las cuales se reclamaba: Primeramente pedir la declaración de la independencia absoluta de estas colonias, que ellas están absueltas de toda obligación de fidelidad a la corona de España y Familia de los Borbones y que toda conexión política entre ellas y el estado de la España, es y debe ser totalmente disuelto”. El fragmento corresponde a Julio César Rondina, del Instituto Artiguista de Santa Fe.

Mientras, sobre la figura de Artigas ha escrito el historiador cordobés Roberto Ferrero: “Su compromiso con la independencia de la patria grande fue siempre incondicional. A las tentativas para apartarlo de la causa común hechas por realistas y portugueses, su indignada negativa fue siempre terminante: 'Yo no soy vendible', contestaría a unos, o 'Yo soy un disidente, no un traidor', respondería a otros. Y la naturaleza de su patriotismo fue siempre latinoamericana y ampliamente rioplatense. Jamás pensó en la Banda Oriental como en una nación independiente separada de las demás provincias (...). La República uruguaya es el fracaso de Artigas y no su creación”.

América emerge

Ahora sí, el mundo finalmente descubriría a América; es decir, vería asomar en la faz de la tierra un continente habitado por pueblos, por seres humanos que reclamaban para sí entidad humana y un destino propio.

Por encima de las dudas, de los proyectos y teorías de cómo afianzar el nuevo y frágil destino, a la distancia de dos siglos y ya un poco más, es sencillo advertir que nuestros próceres mayores y los congresistas de Tucumán, así como los anónimos luchadores de la Independencia, estaban hechos de la materia de los grandes sueños que se hacen posibles por convicción y empeño.

La gran pregunta era ¿cómo navegar sin naufragar en aquel mar embravecido? El rumbo hacia la Independencia estaba jalonado de pobreza y de muerte, pero aún su dolorosa dimensión era el precio que los hombres y mujeres de este tiempo estaban dispuestos a pagar por la libertad.

La declaración de la independencia planteó con claridad un destino continental, al proclamarla en nombre de las “Provincias Unidas de Sud América”. En estos días, ese destino sigue siendo una cuenta pendiente que los habitantes del presente tenemos con el legado de aquellos hombres.

El acta del 9 de Julio, por otra parte, proclamaba nuestra emancipación de “los reyes de España y de todos sus sucesores y metrópoli”. Pero diez días después, en una sesión secreta y ante la amenaza de una invasión portuguesa, se agregó: “Y de toda otra dominación extranjera”.

Esta aclaración, aunque influida por los peligros y las vicisitudes del momento, sería la rúbrica al poderoso mensaje que dejaron los congresistas para los americanos y finalmente los argentinos del futuro.

Sí, al fragor de aquellos días se concluyó que la independencia y la dignidad eran valores supremos y definitivos que el pueblo, como entidad colectiva a través del tiempo, debía sostener.

Y lo dejaron firmado para que lo tengamos claro aun en los momentos más aturdidos de nuestra historia.

Mientras tanto, en todo tiempo, muchos de los tantos argentinos que alguna vez hemos pasado por Tucumán llevamos nuestros pasos hasta el umbral azul de la Casa Histórica. ¿Por qué? Quizá buscando que de los ojos se nos soltara una gota como certificado de sentimiento argentino. Es que en toda la inmensidad del país, no hay casi otro lugar así donde se transmita tan claramente la intensidad de una epifanía nacional.

De aquellos días, nos quedan resonando las palabras de San Martín, sí, es “cosa bien ridícula acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional” y no ser soberanos a la hora de decidir sobre nuestros destinos.

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