La humanidad en la Luna, viaje a la 'magnífica desolación"

17-07-2019

Alejandro Mareco | Periodista

“Una magnífica desolación”. Edwin Aldrin estaba parado sobre la intimidad blanca de la Luna: tenía ante sus ojos y bajo sus pies el paisaje yermo que había encendido imaginaciones, ruegos, sueños, metáforas de centenares de generaciones de seres humanos que en la desamparada intuición oscura de las noches miraron y miran mucho más allá del cielo.

Y al cabo de tanta razón, tanta ciencia y tanta tecnología que habían puesto a la especie en la cima y el dominio del planeta, el astronauta solo tenía a mano un poco de poesía para describir la maravilla a la que se había asomado.

Era el segundo tripulante de la misión Apolo 11, de la agencia espacial norteamericana NASA, que ponía sus pies en nuestro querido satélite en aquel conmocionante 20 de julio de 1969, uno de los días más universales que se hayan vivido en este planeta.

Pero la frase más simbólica, la que la memoria general guardó para la posteridad, fue la de Neil Armstrong, el primero de los astronautas en bajar. Colgado del final de la escalerilla del módulo lunar llamado “Eagle” (Águila), que no llegaba a tocar el suelo, cuando se disponía a soltarse, dijo: “Es un pequeño paso para un hombre pero un salto gigante para la humanidad”.

Cuando pisó la Luna, en el llamado Mar de la Tranquilidad, eran las 20.56 en Nueva York, las 22.56 en Argentina, y las 2.56 del 21 de julio en el horario UTC (Tiempo Universal Coordinado por sus siglas en inglés).

Lo estaban viendo en directo por televisión unos 530 millones de personas, la mayor cantidad reunida hasta entonces frente a las pantallas, sobre todo teniendo en cuenta que la población mundial en 1969 rondaba los 3,6 miles de millones. Y fue la única vez que una transmisión llegó desde el espacio.

El tercer astronauta, Michael Collins, no bajó sino que se quedó girando alrededor. Los tres habían despegado cuatro días antes desde el centro espacial Kennedy, en Florida, Estados Unidos.

Los dos que descendieron estuvieron un rato largo caminando a los saltitos por la gravedad; pusieron la bandera norteamericana sujetada para simular que flameaba, recogieron piedras y otras muestras del suelo lunar, hasta que al cabo de 21 horas y 36 minutos de estadía en la Luna, emprendieron el regreso para caer en el océano Pacífico, el 24 de julio. Luego, pasarían tres semanas en cuarentena por si algún microorganismo pudiera habérseles colado.

Antes de pisar la Luna, detrás de los vidrios del “Eagle”, Armstrong le había descrito a Houston: “La superficie parece ser de un grano muy fino. Es casi un polvo fino, muy fino”.

Se dice que la Luna se originó luego de que otro planeta chocara fuertemente con la Tierra, para entonces recién en formación, que casi la pulverizó. La teoría la reafirmaron en 2016 los geoquímicos Kun Wang y Stein Jacobsen de la Universidad de Washington en Saint Louis, en un trabajo publicado en la revista Nature.

Es decir, la Luna fue polvo de la Tierra.

Ardores de la Guerra fría

Sí, la llegada a la Luna venía a confirmar el gigantesco salto que había dado la humanidad en su larga carrera detrás del conocimiento, con el que tantas cosas de la Tierra había conseguido dominar.

Pero no había sido el fruto de un bucólico esfuerzo común por ampliar las fronteras en el cosmos, sino la consecuencia de una brava puja por marcar hitos en la áspera disputa por la prominencia mundial entre el capitalista Estados Unidos y la entonces comunista Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). A ese ardor sin fuego se le llamó Guerra Fría. Comenzó al final de la segunda gran guerra del siglo 20 (1945) y concluiría poco más de cuatro décadas después con la caída del Muro de Berlín (1989) y el derrumbe del bloque soviético. Pero, entretanto, cubrieron de tensión el planeta y aun más allá, a través de la famosa “carrera espacial”.

La Unión Soviética encendió el motor primero en 1957 con el lanzamiento del satélite artificial Sputnik 1, y un mes después, con el Sputnik 2, puso a orbitar la Tierra a Laika, una perra callejera que fue entrenada y sacrificada por los desvelos humanos. Luego, en abril de 1961, Yuri Gagarin fue el primer hombre en salir de casa y dar una vuelta alrededor del planeta en apenas un par de horas.

Los navegantes espaciales soviéticos, en tiempos en que ambos mundos estaban tan separados, eran llamados “cosmonautas”, mientras que los norteamericanos serían “astronautas”.

El giro de Gagarin derramó el vaso: ese mismo mes, John F. Kennedy, presidente norteamericano les puso combustible de dólares a los proyectos de su país y anunció que antes de finalizar la década los Estados Unidos pondrían un hombre en la Luna.

En los años 60, trabajaban directamente para para la NASA decenas de miles de personas y se estima que el costo del programa Apolo, según un informe del Congreso norteamericano en 2004, llegó a los 20.400 millones de dólares de entonces (actualmente serían unos 120 millones), distribuidos en cinco misiones tripuladas.

La última vez que un astronauta llegó a la Luna fue el 11 de diciembre de 1972. “Doy el último paso del hombre en esta superficie, de vuelta a casa por algún tiempo, aunque no hasta un futuro muy lejano”, dijo Eugene Cernan, sin saber que pasarían hasta aquí 47 años sin regreso.

Fueron 24 en total los navegantes espaciales norteamericanos que viajaron a la Luna, y solo 12 pusieron sus pies en ella.

Amigos, lunáticos y astronautas privados

Que el maravilloso viaje a la Luna quedó mucho más allá de las frenéticas pujas de la Guerra Fría para pasar a ser una fuente de inspiración de fraternidad humana, tal vez lo comprendió como pocos el argentino Enrique Ernesto Febbraro, cuando señaló al 20 de julio como la fecha indicada para la celebración del Día del Amigo.

"Viví el alunizaje del módulo como un gesto de amistad de la humanidad hacia el universo y al mismo tiempo me dije que un pueblo de amigos sería una nación imbatible”, contó el odontólogo, músico y profesor de Psicología, Filosofía e Historia, fallecido en 2008.

Fue en ese mismo instante de 1969 que Febbraro envió un millar de mensajes a distintas partes del mundo, y recibió cuantiosas respuestas como para impulsar una celebración internacional.

En Argentina, el Día del Amigo se ha convertido en una de esas fechas cargadas de sentimientos que se traducen en miles de encuentros y reuniones que se celebran a la hora en la que nuestro viejo y querido satélite natural habita el cielo que vemos.

La Luna no deja de mirarnos, y lo hace con un influjo y unas fuerzas muy intensas. Por eso es que la constancia de su poder, sobre todo cuando está en la fase de esplendor, ha sido tantas veces relacionada con sucesos adversos, miedos, peligros. Desde el Lobizón que se convierte en las noches de luna llena hasta la condición de lunático o alunado: desde los tiempos romanos en los que se considera que la luna más blanca y redonda conduce a comportamientos demenciales.

Mientras tanto, la fascinación por el satélite y la evolución tecnológica han hecho que en este tiempo se ponga a disposición la posibilidad de viajes privados. Claro que el viejo sueño de dar una vuelta por la Luna es un asunto para gente de muchísimo dinero.

Así, en septiembre del año pasado, se conocía la noticia de que el multimillonario japonés Yusaku Maezawa, de 42 años, será el primer turista en dar la vuelta a la Luna a bordo del cohete privado estadounidense SpaceX.

El viaje está previsto para 2023. Maezawa piensa llevar con él a un grupo de artistas de distintas disciplinas. “Se les pedirá que creen algo a su regreso a la Tierra. Estas obras de arte inspirarán al soñador que todos llevamos dentro”, dijo el futuro astronauta.

Seducida y abandonada

La Luna, seducida y abandonada, volvió a su misteriosa e íntima lejanía, a la blanca ronda de sus ciclos que tanto marcan ánimos en esta tierra, y hasta los mismísimos movimientos del mar. Alguna vez, incluso, inspiró la medida del paso del tiempo en la Tierra.

¿Qué pasó? Una vez que Estados Unidos cumplió con el triunfo prometido por Kennedy y promocionó ante el mundo su sociedad y sus logros, asumiendo la representación de toda la humanidad, el interés fue decayendo por el alto costo de los viajes y por el caudal relativo del provecho científico.

La NASA apuntó hacia otros rumbos del espacio. En 1976 comenzó a desarrollar su objetivo Marte, con el envío de la primera nave espacial que aterrizó en el planeta rojo, Viking 1, para buscar, entre otras cosas, signos de vida. Luego, lanzó el trasbordador espacial Columbia (1981); puso en órbita el telescopio espacial Hubble (1990); protagonizó el montaje de la Estación Espacial Internacional (2000), entre más hitos.

La llegada de la especie a la Luna quedó enmarcada en el recuerdo de los febriles, extraordinarios y también traumáticos años 60. Entre tantas cosas, tuvieron a Los Beatles y el gran protagonismo joven, así como a la guerra de Vietnam, que terminó minando la retaguardia civil de los propios norteamericanos.

En Argentina, el general Juan Carlos Onganía felicitó al presidente Richard Nixon por el logro, mientras el país aún se estremecía por los ecos del Cordobazo (el 29 de mayo anterior) que terminarían acorralando al dictador.

En todos estos años que han pasado, se han planteado incluso teorías que niegan la existencia de aquella visita original: se trató de un montaje en un estudio, dicen. Pero los planteos no han prosperado mucho más allá de trasnochados conciliábulos y de alguna película.

Ahora, medio siglo después de aquel 20 de julio, y ante la inquietud de China por emprender sus propios viajes a la Luna (también lo planea Rusia), Donald Trump anunció que aumentará el presupuesto de la NASA para volver a mandar astronautas a la Luna en cinco años.

No hay dudas de que viajar al espacio es parte del destino humano, y acaso la futura manera de sobrevivir a la eclosión de nuestro planeta, tan castigado por la propia especie. Mucho ha contribuido en el coraje de salir atmósfera afuera, la hazaña de aquella misión Apolo y sus tres tripulantes.

“De repente se me ocurrió que esa arveja pequeña, bonita y azul, era la Tierra. Puse mi dedo pulgar, cerré un ojo, y mi pulgar borró el planeta. No me sentía como un gigante. Me sentí muy, muy pequeño”, contaría después Neil Armstrong, el hombre que dio el gran paso en nombre de toda la humanidad.

Ese sentimiento también debería ser parte de la gran lección que nos dejó aquel asombroso y maravilloso viaje.

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