La democracia, un viejo sueño argentino

30-10-2017

Por Alejandro Mareco

Si octubre asume en el calendario los esplendores de la estación de vitalidad, hubo una vez, hace ya 34 años, uno que trajo la primavera más luminosa. Tanto brillaba que parecía haber vuelto después de una larga ausencia.

El aire de octubre de 1983 traía para darnos de respirar otra vez a los argentinos el elixir de la democracia. Llegaba al cabo de una profunda noche, del extenso invierno de soledad y desamparo con que la más asesina y perversa de todas las dictaduras heló la sangre de estas tierras.

Por eso es que aquel sol de octubre estaba tan encendido. Desde esos días han confluido hasta aquí ríos de nuevos argentinos para habitar los tiempos que vinieron y vendrán. Cada vez son menos las generaciones presentes que recuerdan aquel abrupto contraste y todo lo que entonces representaba.

¿Cómo transmitir entonces las sensaciones hasta alcanzar a aquel 30 de octubre de 1983 cuando, más de una década después, el pueblo argentino volvía a las urnas?

Era una palabra mágica, poderosa; parecía que podría abrir puertas de felicidad en la calle, en la noche, en la vida. Traía el derecho de salir a transitar las veredas sintiendo que era un simple y pequeño ejercicio de libertad, que no se estaba a expensas de la voluntad de un patrullero.

Sí, entonces se podían cantar las canciones prohibidas sentados en un cordón de la vereda y hasta darse besos de madrugada en una plaza. Fue uno de esos momentos señalados del entusiasmo colectivo argentino

“Con la democracia se come, se cura y se educa”. Esa frase fue uno de sus más fuertes sustentos en la campaña con la que Raúl Alfonsín pasó de candidato a presidente, en la primera elección libre en la que el peronismo era derrotado. A la distancia de los años, puede verse demasiado ingenua, e incluso entonces también se podía ver así, pero de todos modos estaba allí representado lo que para muchos era el ánimo del momento.

Pero a poco de andar empezamos a entender que las acechanzas, las trampas y los condicionamientos acorralaban los profundos asuntos a resolver y la toma de decisiones para poner al país en un rumbo político económico, así como en un lugar dentro de un mundo en el que comenzaba a agonizar la bipolaridad con el desvanecimiento de la Unión Soviética.

En este tránsito por más de tres décadas de democracia, viviríamos momentos de zozobra social, multiplicación de la pobreza y la necesidad e incluso tragedia, muerte en las calles, mientras íbamos una y otra vez a las urnas.

Para empezar, la gran espada de Damocles con la que nos pusimos en marcha fue la gigantesca deuda externa. Era la piedra que la dictadura nos dejó colgada al cuello. Una vez recuperada la soberanía popular, fuimos un país tembloroso para tomar decisiones, sometido al poder financiero internacional y sus recetas para ahogar el destino de los pueblos.

Esa fabulosa deuda no fue por un dinero que vino a mejorar las condiciones en las que vivíamos, sino que fue parida por la especulación, incluso la corrupción y, Domingo Cavallo mediante, por la inédita medida de carácter socialista de un Estado que transformó lo que debían algunos empresarios en un asunto de todos.

Y mientras se registraban planteos militares resueltos en forma confusa, se volvía claramente perceptible en el ánimo nacional que la esperanza cedía y empezaban a asomarse claras las heridas en el amor propio que el pueblo cargaba consigo en ese momento histórico.

Autoestima lastimada

Aunque parezca demasiado sutil, tal vez allí, en la decadencia de la autoestima puede verse el trazo que nos condujo sin demasiada resistencia hacia el fondo de nuestra versión más aciaga.

Entre las tantas cosas que influyeron en este modo de mirarse en el espejo, es posible identificar a la dictadura cívico militar, que en su absoluto autoritarismo quitó al pueblo de la hechura de las cosas y lo tuteló para llevarlo por la fuerza hacia un proyecto económico que siempre había sido derrotado en las urnas, además de sacarlo de la escena pública a fuerza de terror, es decir, secuestros, torturas, asesinatos, desapariciones por miles y miles.

Sobre el final, y pronunciando su caída, había sucedido la Guerra de Malvinas. La derrota no fue sólo militar, sino que dejó a la gente de frente al estupor y con la guardia aún más baja.

Con las cosas puestas de este modo tan adverso, el empujón definitivo lo trajo la hiperinflación. La inquietud de caminar a cada hora en la cornisa del hambre, de la necesidad, de la carencia, nos puso finalmente de rodillas, listos para el plan neoliberal que ejecutó la gran privatización de los bienes nacionales.

Suele ser muy común en este lugar del mundo la constancia con la que se alzan voces con la misión de erosionar nuestra autoestima. Así, por ejemplo, de tanto decirnos que éramos incapaces para manejar nosotros como sociedad las empresas del Estado, vimos un día como nos las vendieron a todas sin chistar.

Sin autoestima, un pueblo se resigna, deja que otros se ocupen del destino de sus cosas y a su gente.

Por eso es que cada vez que nos ponemos a mirar hacia los últimos tramos del siglo 20, podemos decir que hemos conocido con el ardor de la carne viva lo que esto significa.

En esas circunstancias, la democracia argentina enfrentaría al final de la década de 1980 uno de sus capítulos más conmocionantes: la voluntad sería estafada cuando Carlos Menem, el candidato del peronismo y su hasta entonces línea de pensamiento histórico, anunció un rumbo durante la campaña electoral y luego ejecutó políticas diametralmente opuestas. “Si decía lo que iba a hacer, no me votaba nadie”, diría después. Claro, esa era la trampa al desnudo.

El mundo se había corrido hacia la dirección única de Estados Unidos y el dogma neoliberal parecía cerrar la discusión histórica, según la pretensión de los dominantes. Pero la sobreactuación argentina, voracidad y desenfreno incluido, nos llevó de la fiesta de la irresponsabilidad al abismo más grande.

Entre tanto, la clase política, entonces, muy lejos de la gente, tenía pretensiones de entendida en un asunto de profesionales, del mismo modo que la economía parecía sólo cuestión de especialistas formados en los centros de poder. Y fuimos en una sola dirección hasta estrellarnos contra la trágica pared de diciembre de 2001.

Luego de las decenas de muertes en las calles causadas por la represión del gobierno de De la Rúa y su impotente agonía, pasaría la semana de los cinco presidentes, la Policía ejecutando a dos líderes de la resistencia social y otras tinieblas que nos deparó la democracia en su versión más traumática.

En el siglo 21

Así, en la devastación y el abandono de aquellos que ya habían tomado todo lo que pudieron tomar, entramos al siglo 21. Sólo pudimos aferrarnos a una hazaña solidaria horizontal, que brotó espontánea en los rincones más desposeídos del país, en los barrios más necesitados, y salió a contener el hambre de los chicos.

De aquella tierra arrasada que dejó el neoliberalismo, y luego de cierta desorientación general que incluyó el adelanto de las elecciones, entró en escena un proyecto que revitalizó el rol del Estado para la recuperación de un nuevo punto de partida. Luego vino una década que, con polémica y errores, transitó con crecimiento y numerosas reivindicaciones.

Finalmente, hace dos años, un proyecto político que fue capaz de aglutinar a los sectores conservadores junto a renovadas maneras de neoliberalismo, sumados a otros opositores al kirchnerismo y la pendularidad cierta de una parte de la clase media, alcanzó la fuerza suficiente como para imponerse por primera vez en las urnas. Y en esa etapa estamos.

En estos días del nuevo octubre nos encaminamos otra vez a las urnas. Cada vez somos menos los contemporáneos que éramos jóvenes o adultos que vimos aquel esplendor de hace 34 años. Acaso sea esa una buena razón para recordar cómo fue que atravesamos el camino de la esta democracia, sobre todo hasta los comienzos de este siglo.

La política es el instrumento que tenemos para trazar un camino que nos conduzca hacia un destino más justo con nosotros y con los argentinos que vendrán. Y es en el seno de la democracia donde definitivamente debemos que discutir nuestro proyecto país, en el que necesariamente tenemos que entrar todos los que somos.

La democracia constante es un viejo sueño argentino. Mientras tanto, la historia y la memoria nos ayudan, entre otras cosas, a reconocer la consistencia del presente.

El fantasma de la manipulación

Fue también en octubre, y hace ya 101 años, que Hipólito Yrigoyen asumía como el primer presidente ungido por la ley de voto universal y secreto, que vino a poner fin a una larga tradición de fraude, es decir, de una versión de democracia manipulada. No fue una graciosa concesión, sino que hubo mucho que luchar para conquistarlo.

Con el caudillo radical se inició una etapa de acceso de las mayorías populares al poder, que sobre la a mitad del siglo 20 se encolumnarían detrás de la figura de Juan Perón. Luego, las minorías selectas, impotentes frente a las urnas, saldrían a cruzarla una y otra vez con golpes de Estado encabezados por militares, para imponer sus intereses.

El desafío para esas minorías fue cómo ampliar lo suficiente su base de sustentación para acceder al poder a través de las urnas. La nota de estos tiempos es que el proyecto político de pensamientos ubicados a la derecha ha conseguido imponerse finalmente en el juego democrático y desarrollar su acción.

Muchos son los factores que determinan el pronunciamiento de las urnas, y hay una creciente influencia de estrategias mediáticas, publicitarias y otras que requieren de un suculento aporte económico.

Es el juego del momento, y en la democracia se usan diferentes cartas. Pero entre tantos condicionamientos, se han visto recientemente otras maneras de manipulación más inquietante, como la que sucedió en Brasil hace poco más de un año, con la asunción de Michel Temer.

El desplazamiento de Dilma Rousseff acaso siguió los caminos institucionales escritos en la ley, pero la sensación es que la democracia como representación de la voluntad de las mayorías recibió una profunda estocada. Y las razones esgrimidas fueron demasiado resbaladizas, sobre todo si se tiene cuenta que el “crimen” cometido por Dilma ni siquiera la inhabilita a presentarse en las próximas elecciones.

Entonces, entró en escena un proyecto político y económico que no había sido votado. La sensación que dejó es como que si la férrea decisión del pueblo que representa la potencia de las urnas se volviera así una sustancia lábil, maleable, que frente a los propósitos e intereses del poder puede deshacerse como una hoja marchita.

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