Alejandro Mareco | Periodista
José Nasello | ilustraciones
“El público, al enterarse el lunes, dióle la importancia, o poco menos, de un triunfo nacional. (...) Significa una nueva era para la República. Roto el hielo entraremos en calor seguramente, y hoy en habilidad física, mañana en conocimientos técnicos, pasado en enjundia literaria, asombraremos al mundo con nuestros triunfos y conquistaremos para la patria el honor y la gloria anhelados".
Tanto entusiasmo que desbordaba el artículo de junio de 1906 en la revista Caras y Caretas sólo podía estar motivado por una circunstancia potente y feliz: un triunfo de un equipo argentino en una cancha de fútbol.
El 24 de junio, Alumni, el equipo de los hermanos Brown, pionero del balompié argentino, había derrotado por 1 a 0 a los ingleses que representaban el seleccionado de Sudáfrica. Es decir, habíamos conseguido vencer de alguna manera a los inventores del deporte.
Ese día, las expresiones de fervor fueron tantas y tan intensas, que acaso anunciaron la manera en que el país viviría las cosas del fútbol a lo largo del siglo 20, confirmadas ya en el siglo 21.
Como que esa tarde de otoño, frente a unas 10 mil personas reunidas en el campo de la Sociedad Sportiva -hoy, Campo Argentino de Polo-, en Buenos Aires. Cuando se produjo el gol el entonces presidente de la Nación, José Figueroa Alcorta, entró a la cancha para abrazar al autor, Alfredo Brown. También quedaba trazada la intersección de la política con los triunfos deportivos.
Que las victorias en las canchas de fútbol convidan una dosis de autoestima que va más allá de las canchas y que involucra incluso al colectivo nacional es un hecho que acompañó (y hasta apuntaló) la instalación del deporte como fenómeno masivo. El texto de la revista Caras y Caretas demuestra que no hacía falta estar en el escenario para vivir el entusiasmo, sino que también alcanzaba con leer la noticia al lunes siguiente.
El fútbol emergió al siglo 20 como uno de los espectáculos multitudinarios de la nueva era de masas. Compartía esa dimensión junto con el cine, aunque el deporte tenía consigo otros ingredientes que de alguna manera lo convertían no en un drama representado sino en uno que sucedía en tiempo real.
El fútbol es belleza y acción, sí, pero sobre todo, drama. Como herencia de los rituales míticos del hombre primigenio, transcurre en un tiempo concentrado: muchas cosas pasan o se cuentan en pocos minutos. Es igual a lo que sucede con espectáculos artísticos como el cine o el teatro, sólo que en el deporte el desenlace no está escrito sino que se resuelve en el momento de la competencia, lo que le otorga una particular carga de intensidad.
Y mientras avanzaba el siglo 20, más se agigantaba el impacto del fútbol como un fenómeno que en su popularidad abarcaba la pasión de amplios y diferentes sectores sociales.
Tanta agitación inquietaba también a los pensamientos, desde originales puntos de vista, a favor o en contra. Por ejemplo, en 1945 el célebre escritor inglés George Orwell (autor de Rebelión en la Granja), señalaba azorado: “casi todos los deportes que se practican hoy en día son de competencia, se juega para ganar, y el juego tiene poco significado a menos que se haga todo lo posible por ganar. En el prado del pueblo donde se juegan los partidos y no hay implicado ningún sentimiento de patriotismo local, es posible jugar simplemente por distracción y ejercicio, pero tan pronto como surge la cuestión del prestigio, tan pronto como se siente que uno y una unidad más grande se verán deshonrados si uno pierde, se despiertan los más salvajes instintos combativos. Cualquiera que haya jugado, aunque fuera en un equipo de fútbol escolar, sabe esto”.
Pequeñas identidades
Desde aquellos comienzos del siglo 20, el fútbol tiene razones legítimas para ser el entretenimiento favorito de las masas. Y cuando se habla de drama, se habla de representación de emociones y conflictos de la vida que toman, a través de las alternativas y el desenlace del juego, una consistencia verdadera.
Uno podría repetir hasta el cansancio que no se trata de la vida o de la muerte, sino de una simple circunstancia deportiva, aunque eso no sirva de consuelo para muchos.
Sucede que lo que está en juego cuando se siente pasión por los colores de una camiseta es una pequeña identidad. Debería ser relativa, es decir parte de una identidad mayor (por ejemplo, el sentimiento de pertenencia argentina cuando la Selección juega un mundial), pero por razones que acaso tienen que ver con desventuras sociales, retorcimientos culturales incluidos, se vuelve identidad absoluta.
Esas identidades son alentadas en forma permanente. Las pasiones tienen componentes irracionales, claro, pero en el fútbol hasta hay periodismo que sobreactúa la sinrazón porque rinde en audiencia. También concurre el marketing a insuflar esa identidad futbolera para sacar su tajada de consumo.
Hay en medio una gran oferta televisiva, con múltiples canales de cable especializados que piden llenar horas y horas de programación hablando, gritando o hasta tratando de asumir al balompié pie como una fuente de posiciones filosóficas que, entre otras cosas, pretende darle un aura de sentido trascendente a la propia tarea de los opinadores.
Y mientras se discuten grandes teorías, se trata de un fabuloso negocio que propone a los jugadores como héroes mitológicos mientras otros cosechan inmensas riquezas.
El fútbol es uno de los principales alimentos culturales de este pueblo. Pero la pelota no es de todos sino de unos pocos. Hemos visto cuántos intereses han acudido a parapetarse en él, desde la televisión a la política.
Y hay lugar para el protagonismo de los violentos. Se sabe: el poder de los violentos radica en los límites que están dispuestos a atravesar.
Entonces, sí, pasan a estar en juego la vida o la muerte. Los barrabravas del fútbol argentino son dueños de una sólida herramienta a la hora de negociar a las sombras con otros poderes visibles, como la política. En todo caso es siempre la impunidad la más evidente y perversa de todas las pruebas del goce de poder.
A finales del año pasado, por encargo del Ejecutivo nacional, se apuró el debate en el Congreso de la Nación de un nuevo proyecto de ley que plantea agravar los castigos a los barrabravas. La iniciativa ya fue aprobada en Diputados y se espera tratamiento por parte del Senado para este mes de febrero.
Escaparate de “virtudes nacionales”
En 1945, George Orwell, el escritor inglés autor de la obra futurista “1984”, se quejaba de la función del deporte en la convivencia entre los países.
Decía: “En el nivel internacional, el deporte es francamente una lucha mímica. Pero lo significativo no es la conducta de los jugadores, sino la actitud de los espectadores y, detrás de los espectadores, de las naciones, que se convierten en furias y creen seriamente, por lo menos durante cortos periodos, que correr, saltar y patear una pelota son pruebas de virtud nacional”.
Por su parte, Jean Cau (escritor francés; licenciado en Filosofía, se desempeñó durante años como secretario de Jean Paul Sartre; su novela “La compasión divina” recibió el Premio Goncourt en 1961), puesto a analizar el fenómeno general alrededor de una Copa del Mundo (Chile 1962; pleno apogeo brasileño y reinado de Pelé), vio las cosas de este modo.
“La humanidad modelo 1962 'se descuelga' de la política que le parece estancada en discursos, charlas, chantajes menudos, amenazas inútiles, conferencias interminables... La política sólo era prestigiosa si estaba encinta de Paz o de Guerra. Pero, ¿si su vientre es estéril?”.
Y continúa: “¿Si el debate se reduce a estas simplezas: 'Tú tienes cuatro bombas atómicas pero te advierto que yo tengo cinco?'. Entonces se extinguen las aclamaciones de los mítines y se encienden los rumores del estadio. Como el hombre no sólo vive de razón, se entrega en las palanganas de cemento a inauditas descargas de pasión y pasiones. Mirad esas caras convulsionadas, bocas deformadas por los aullidos, multitudes... Ya no vitorean a Hitler sino a un muchacho que corre a toda velocidad sobre la hierba; ya no suben sus rugidos hacia Mussolini, sino hacia un joven que se arroja y detiene 'un shot de diez metros”.
Hacia el final de su texto, Cau escribe: “Y no ignoro el argumento célebre. Reza: ¿No es mejor que los hombres discutan mediante jugadores de fútbol y no mediante batallones? ¿De qué se queja? ¿Yo? De nada. Esta época es la mía”.
Ni Orwell ni Cau habían visto todo lo que vendría después, en este último medio siglo en el que el fútbol es el gran entretenimiento de las multitudes, proveedor de emociones y de autoestimas nacionales; como que no hay pueblo, país o nación que no ceda a la tentación de celebrar como un todo eufórico las victorias de sus selecciones.
El controvertido episodio
Pero el proyecto de ley fue una reacción a uno de los episodios más controvertidos que vivió el fútbol argentino: la manoseada segunda superfinal de la Copa Libertadores entre River y Boca. Y en el bochorno puso su camionada de arena la Conmebol, institución rectora del deporte en Sudamérica que demostró, precisamente, un escaso amor propio sudamericano.
Aunque en un principio se trató de echar mano a los barrabravas para explicar el episodio, esta vez los disparadores no fueron ellos sino la grave falla en el operativo de seguridad planteado para proteger el ómnibus en el que el plantel de Boca se dirigía al estadio de River.
Se trataba de una medida como poner una valla para mantener la gente a distancia, esperable aun para partidos más ordinarios. Tan simple y obvio fue el error que costó la renuncia del ministro de Seguridad de la Ciudad de Buenos Aires.
El suceso concentró la principal atención nacional en medio de tanta situación de profundísima crisis económica y social, entre otros padecimientos de un país otra vez en manos del Fondo Monetario Internacional.
El fútbol genera efectos intensos en muchas naciones, pero aquí alcanza un grado especial, como que es capaz de apuntalar la carrera de un presidente, como ocurrió con Mauricio Macri que tuvo a Boca de trampolín.
También, y como suele suceder en estos casos en el que perdemos la claridad puertas adentro, el episodio sirvió para desempolvar la vieja cantinela antiargentina que viene a decirnos que “el problema de Argentina son los argentinos”.
Aunque en la cancha de Boca se había jugado la primera final sin problemas, se propagó la idea: “no somos capaces de organizar un partido de fútbol como este”. Y a partir de entonces quedó el paso despejado para pegar el gran manotazo de parte de los pocos que siempre ganan mucho: se llevaron la final a Madrid, con el guiño de la Conmebol.
Así, el clásico River-Boca, tesoro de la cultura popular argentina, terminó en manos de otros, como ha pasado en tantos asuntos nuestros. Y, vaya paradoja, la final de la Copa Libertadores de América se decidió en la tierra de los conquistadores. Otra vez terminamos jugando a favor de los intereses de poderosos.
Ganó River 3 a 1, todos lo sabemos, en una definición que también será recordada porque, como tal vez ninguna otra, tuvo sentimientos previos más atravesados por el miedo a perder que por la ilusión de ganar. Algo de eso hablaba Orwell.
Las sensaciones que dejó el episodio son de alguna manera un espejo de la hora que vivimos. El resultado declaró vencedores y vencidos y todo parece cosa juzgada, pero habrá que seguir pensando lo que pasó.
Mientras tanto, seguiremos adelante con una pasión que se hizo temblor en el pecho popular argentino. Tanta intensidad hizo posible que acunáramos aquí algunos de los jugadores más deslumbrantes de la historia como Diego Maradona y Lionel Messi.