Fútbol de pueblo

16-06-2017

Por Gonzalo Assusa (*)

¿Eso es el fútbol?

-¿Cobró penal? -abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha-. ¿Qué cobrás? -gritó después, desaforado-. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió?

El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.

-...¿Y eso? -se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.

-Y eso... -vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra-...Eso es el fútbol.

El cuento de Fontanarrosa podría ser el cuento del mes, del clásico cordobés y de todos los clásicos. Desde la muerte de Emanuel Balbo las fuerzas vivas del mundo del fútbol han hecho tremendos esfuerzos por romper con esa premisa, pero de buenas intenciones está hecho el camino al infierno. “Eso es el fútbol” es un lugar común que vuelve como un mazazo cada vez que el olvido hace de las suyas y sentimos que ya está, que lo enterramos, que barrimos y lo tiramos bajo la alfombra y que eso de lo que no queremos discutir forma parte del pasado. Pero como con las cloacas rebalsadas, o cuando suben las napas cuando hay pozos negros, en algún momento todo termina saliendo a la superficie.

El tema con la “violencia en el fútbol” es la complejidad. Llevar la mirada dentro y fuera de la cancha, pero sin perderse. Romper tanto con la idea del “reflejo”, como con la idea del fútbol como un “mundo aparte”. Uno pone el partido en la radio y los comentaristas usan cada vez más un lenguaje bélico para hablar de la táctica y la estrategia futbolera: equipos “agresivos”, esquemas para “hacer daño”, jugadores que “lastiman” ¿Eso es algo exclusivo del mundo del fútbol? ¿El tráfico no es violento? ¿No metemos la trompa para amedrentar y pasar primero? ¿No pasa en otros deportes? ¿No pasa en la política?

A la mochila de la mitología futbolera y la tradición de la gestión policial de todos los conflictos, en nuestro país se suma el peso muerto de la miopía de las grandes urbes y sus analistas. Porque resulta que “eso es el fútbol” es una frase tan imposible como “eso es la política”, o “eso somos los argentinos”. En nuestro país los clubes llegan más lejos y a más rincones que los trenes, y creer que mirando partidos de la primera división de la AFA uno puede entender el fútbol en Argentina es como creer que viajando en subte en Buenos Aires uno puede conocer los problemas de transporte público en todo el país.

Creer que mirando partidos de la primera división de la AFA uno puede entender el fútbol en Argentina es como creer que viajando en subte en Buenos Aires uno puede conocer los problemas de transporte público en todo el país.

Un poco más allá (confesión de parte)

Los peligros para quien, desde Córdoba Capital, intenta escribir mirando un poco más allá son múltiples. Los enumero porque quien avisa no traiciona.

La homogeneidad de lo desconocido: para quien no sabe, todo lo nuevo le parece idéntico. “Son todos lo mismo” es una postura de comodidad intelectual en la que se apoya la idea de “interior” como una totalidad homogénea que existe realmente en algún páramo lejano. Pero en el fondo,

La Para y La Carlota tienen tanto en común como Córdoba y Buenos Aires.

Pueblo chico infierno grande: la mirada que desprecia y encuentra sólo las mismas miserias en las ciudades chicas que en las ciudades grandes, aunque intensificadas por la presión social que implica la escala o el tamaño. Los prejuicios nunca son del todo falsos, pero obstruyen más de lo que ayudan a comprender.

Se duerme con la puerta abierta: una mirada romántica, tan prejuiciosa y poco precisa como la mirada despectiva, pero que imagina en signo positivo todo aquello que sucede en el paraíso pueblerino, a salvo de los males y los vicios de las grandes ciudades, como la inseguridad, la violencia y la droga. Este prejuicio supone que en el interior se respira “otro aire”, con “otra cultura” y “otra idiosincrasia”. La gente tiene “menos apuro” y se vive de otro modo.

Por todo eso, y a riesgo de dejarla sin cumplir, la única promesa que este texto puede formular es la de ser incómodo. Aquí el argumento es que hay ambas: más continuidades y más diferencias que las que aceptarán de buena gana los analistas de todas las coordenadas, del centro y la periferia. Encontrarse con la realidad del problema, del diagnóstico y de las soluciones no tiene atajos ni golpes de efecto. Sólo un camino de datos confusos, tan confusos como la realidad.

Esto en Europa y en Inriville no pasa

El arquerito de Argentinos de Marcos Juárez tenía 10 años y era clase ´87. Estaba demasiado fresco como para recibir ese primer pelotazo que deja los casquitos marcados en el muslo descubierto. Argentinos tenía buen equipo. Llegaban siempre a la final, aunque a último momento la terminaban “pecheando” y perdían. Cuando le hicieron el primer gol a River de Inriville, el DT de

Argentinos -que era un “amor de persona”- hizo un circulito con los dedos de la mano izquierda, y con el dedo índice de la otra mano metiéndose en el circulito completó la seña para contarle a toda la cancha que ese día ganarían por afano. Como siempre pasa con esos momentos, la imagen que tiene el arquerito es fragmentada. Lo siguiente que recuerda es a treinta padres de Inriville desesperados por pegarle al DT, y a los padres de los chicos de Argentinos que se debatían entre protegerlo y sacar a sus hijos del medio. La cosa terminó con el césped regado de sangre y mucha gente en el hospital.

-¡Mirá que hay que hacer esa seña en un partido de chicos que tienen 10 años! -comenta entre incrédulo e indignado-. Mi papá era arquero como yo. Siempre estaba detrás de mi arco, para aconsejarme y para cuidarme y no dejarme donado porque mis compañeros siempre estaban lejos. Entonces ese día se salvó de la batalla campal. Había policías, pero ¿Qué podían hacer? Eran cinco nomás, y seguro que eran parientes de todos los de Inriville.

En los pueblos, según dicen, los policías -al igual que los profesores o los carniceros o los jueces son vecinos, como cualquiera. Todos los conocen, y mientras más chico es el pueblo, más probabilidades hay de ser sus parientes.

Iván -del Club Atlético San Martín de Marcos Juárez- explica cómo funciona la cuestión de la seguridad en los partidos: -La policía te manda cinco o diez, que para nosotros es un presupuesto. Está subvencionado por la liga. Nosotros pagamos dos, ellos el resto. Y si los conocemos a los policías o son hinchas del club, les descontamos el chori y la coca, el abono para los partidos de local, y nos hacen la gamba.

Agustín -del Fútbol Club Villa Huidobro- rescata la función que cumplen los policías durante los partidos:

-Acá son todos conocidos. Entonces los policías ya saben quiénes son los hinchas que se van más de boca, digamos. Porque hay una parte que es el folklore del fútbol, el permitido, pero ya después se excede un límite. Entonces la policía así ya sabe de antemano a quiénes cuidar.

El mundo moderno, el de las instituciones, los números y la burocracia, es un mundo del anonimato ¿Ser conocidos es más seguro?

Si algo le aporta la experiencia histórica de los clubes de las ligas regionales a los grandes clubes son sus apuestas por procesos de gestión de la violencia y los conflictos mucho menos efectistas y mucho más creativas

Te lo cruzás en la panadería

Agustín dice que el fútbol en los pueblos es menos violento. No es que no exista la violencia, pero es más complicado el domingo pegarle a alguien que el lunes te vas a cruzar en la panadería.

-Yo cierro los ojos y te puedo describir la tribuna de memoria. Te puedo decir dónde se sienta cada persona con nombre y apellido. Durante años eligen los mismos lugares.

Porque los hombres somos animales de costumbre Dice que aunque hace ya mucho tiempo que no sufren hechos de violencia en el club, trabajan para prevenir. Desarrollaron el programa “Acompañame a crecer” para trabajar a nivel de las inferiores en todo el departamento General Roca. Y pasión no falta, porque el fútbol “se juega como se vive”, y porque en la cancha se descarga todo, lo bueno y lo malo.

-Hay un hincha histórico. Forastello. Desde la tribuna el tipo vivía los partidos como si los jugara. Saltaba, cabeceaba, tiraba el centro, todo hacía.

En las ciudades chicas y los pueblos, el Otro -ese que dicen que es la patria- tiene rostro e identidad. Tiene nombre y apellido. Sobre todo apellido, porque cada vecino es parte de una familia, una casa, un origen.

Hace poco entraron a robar en el San Martín. Rompieron alambrados y puertas y se llevaron cuatro pelotas y seis pares de botines. El club hizo una campaña para escrachar a los ladrones en las redes sociales. En seguida se acercaron los de la barra del “Cele” para averiguar lo sucedido.

Uno a uno salieron a golpear puertas. El día del entrenamiento vinieron con seis pelotas (dos más de las que se habían llevado) y seis pares de botines (aunque algunos no eran del club).

-Son divinos estos muchachos... son divinos -sonríe Iván.

Con el tiempo el arquerito se cambió del club más grande de Marcos Juárez (Argentinos) al Club

Atlético San Martín. La verdad es que no había muchas razones deportivas: le quedaba a la vuelta de su casa y ahí iban sus compañeros de la escuela. Los orígenes históricos del “Cele” (San Martín) se remontan a la época de la Reforma Universitaria y el final de la Primera Guerra Mundial. Pero ese domingo no había historia que valga. Partido contra el Club Atlético y Biblioteca Villa Argentina por la liga bellevillense. Atrás de su arco, como cada domingo, su papá, parado cerca y con las manos en los bolsillos, mirando el partido. Al costado, la hinchada visitante, comandado por el clan de los Huerta.

Doña Irma Huerta, de 65 años, era la madre, abuela o tía de una horda que corría y se paraba alrededor de su reposera, que parecía estar ahí encastrada en la tierra desde el comienzo de los tiempos. Todos los domingos lo mismo: iba con su prole, su pasta frola y sus criollitos para ver los partidos de las inferiores del “Villa”. Todos los domingos lo mismo: putear al arquerito del equipo contrario sin levantarse de su reposera. Que le iban a dar, que lo iban a buscar, que lo conocían, que era el hijo de la vieja que daba clases de biología en la escuela pública de Villa Argentina. Los nietos le corrían alrededor, alguno se tropezaba con sus tobillos de maceta por pasarle demasiado cerca. Se levantaban, se sacudían y seguían corriendo. Que como le tenían bronca por ser la vieja de biología la iban a buscar y le iban a dar el doble. Que no ataja. Que tiene miedo. Que tiene miedo ese arquerito. Que tiene miedo. Eso. La abuelita de 65 años al arquerito de 10 años.

En Belgrano de Córdoba hoy festejan la vuelta de la familia a la cancha. En los clubes de las ligas regionales dicen que la familia nunca se fue.

Hace unos años que la cancha del “Cele” está repleta de desconocidos. Se dice que la ciudad se llenó de “negros rosarinos”, que se les acabó el mercado de la droga en su lugar y cruzaron la frontera provincial para probar suerte. La creatividad para inventar chivos expiatorios y restituir el anonimato de las sociedades modernas tampoco es propiedad exclusiva de las grandes urbes.

El conocimiento cara a cara de los pueblos ni es irrelevante, ni es siempre positivo. A veces, aun cuando no anula la violencia, probablemente la regule y disminuya sus niveles de letalidad. Pero como tristemente sabemos en la actualidad, conocer a las personas no nos salva ni nos protege.

Los Huerta no son anónimos en la cancha, y la amenaza hacia el arquerito era posibilitada, justamente, por el conocimiento de su historia, su origen y su familia. La violencia, allí, se pronuncia con nombre y apellido.

Quizás sin saberlo o buscarlo explícitamente, las experiencias de las ligas regionales plantean el desafío de gestionar abriendo la puerta de la inclusión participativa: de “devolver” y construir con criterios de reciprocidad, de preocuparse más por los proyectos pedagógicos que por los trofeos

¿Es la economía, estúpido?

Facundo Seara es historiador e hincha de Juniors. Vivió un tiempo en Laguna Larga y hace unos años emprendió una investigación junto a su padre. Viajó cada viernes a todos los puntos de la provincia y escribió un libro sobre la historia de los clubes de Córdoba. Cuando analiza las ligas regionales parece que hablara de una Italia al revés: norte pobre, sur rico, y todo lo que eso implica.

-Hay localidades más integradas, por ejemplo en el Este y el Sur provincial, y los clubes como las escuelas juegan un rol fundamental para mantener eso. Ahí las ligas tienen otra dinámica.

El arquerito de Marcos Juárez dice que cuando llegó a vivir a Córdoba Capital recién conoció lo que eran los clubes “para ricos” y “para pobres”.

-Allá es como la escuela, está todo más mezclado. No es que no haya ricos y pobres. Pero en el San Martín, por ejemplo, jugaba el hijo del tipo con más soja de todo Marcos Juárez.

También jugaba yo, que era hijo de una docente de escuela pública, y el negro Toledo, que vivía en un rancho, que mi papá una vez le compró unos botines porque él no tenía, y que ahora es delantero de Estudiantes de La Plata y la semana pasada hizo un gol en la Copa Libertadores.

Nicolás Cabrera es sociólogo e hincha de Belgrano y el Vasco da Gama. Hace años investiga sobre violencia en el fútbol junto a los principales referentes intelectuales del país. En sus análisis discute siempre la hipótesis “economicista” para explicar la violencia. Es común escuchar entre los analistas que lo que “ensucia” la “verdadera” cultura deportiva amateur es la irrupción de los

“negocios” y la plata que manejan los clubes y los “barras”. Nicolás, en cambio, sostiene que en las prácticas violentas en el fútbol hay en juego, entre otros, la estima simbólica y la masculinidad de los hinchas. No todo se resume a la sospechosa intromisión del dinero.

Todos los dirigentes de clubes “del interior” dicen que deben hacer malabares para administrar recursos escasos y satisfacer necesidades ilimitadas. Iván cuenta que San Martín había cedido tres jugadores a préstamo al Villa Argentina. Cuando terminaba el período de préstamo, los jugadores plantearon en el club que preferían seguir jugando en el “Villa”, donde se sentían cómodos. Como plata no había, propusieron un canje: los tres jugadores a cambio de tres portones para el club. Un integrante de la comisión directiva del “Villa” tenía una herrería, y en seis meses el intercambio se había saldado. El “Cele” está orgulloso de los portones de primera calidad que ostenta en su estadio.

-Con otros que querían irse a préstamo, lo hicimos a cambio de cuatro pelotas Dale más, que son las que nos exigen en la liga. Entonces ya entrenamos y tenemos esas pelotas sin tener que comprarlas.

Todo aquel que haya andado por las rutas provinciales sabe que, aun cuando los chicos se crucen en la escuela, las vías del tren pueden funcionar como una frontera de clase tan cruda como si las custodiaran los mismísimos guardianes de la desigualdad social. Que los clubes de estas ciudades no exhiban identidades aristocráticas o populares no implica que no existan grandes desigualdades en niveles de recursos, deportivos y de gestión. Lo cierto es que las integrantes del mundo de las ligas regionales ocupan bastante tiempo hablando de “lazos de solidaridad”, de

“formación integral de las personas” y de la “injusticia de las desigualdades desmedidas” en las grandes ciudades.

La violencia existe en el fútbol rico y en las inferiores de pueblo. Existen manuales para disminuir la violencia en los deportes infantiles. Existen campañas, programas. También existen padres frustrados y niños socializados en partidos en los que se insulta a los arqueros del equipo contrario y a los propios hijos. Existen broncas, remos, asesinatos y linchamientos. Es difícil determinar cuándo el dinero marca la pauta y cuándo distingue entre la vida y la muerte.

Soluciones artesanales

Nicolás Cabrera lamenta que, bajo los efectos de angustia social provocados por la muerte de

Emanuel Balbo, las políticas que más se discutan sean las de la mercantilización represiva. El escritor británico Owen Jones cuenta que entre 1990 y 2008 el precio promedio de las entradas de fútbol en Inglaterra aumentaron un 600%: más de siete veces el aumento promedio de cualquier otro producto. Al combo se le agrega mercantilización de los clubes y profundización de la represión. La sombra del modelo inglés amenaza con instalarse como punto de consenso para encarar la problemática en nuestro país, cuestión que no sorprende si se piensa en el contexto generalizado de exclusión social, estratificación de los consumos y elitización del acceso a bienes públicos.

Si algo aporta la experiencia histórica de los clubes de las ligas regionales a los grandes clubes son sus apuestas por procesos de gestión de la violencia y los conflictos mucho menos efectistas y mucho más creativas. Eso no quiere decir que siempre funcionen, pero sin dudas vale la pena observarlos tanto como vale la pena revisar lo que hacen en Bélgica, Italia, Francia o Inglaterra.

Para Agustín volver al club en el que vivió su infancia para ser parte de la comisión directiva es casi como volver al pago. Cuando lo cuenta, usa la palabra “devolver”. El repaso por su gestión se concentra menos sobre logros “deportivos” que sobre construcciones educativas. El acento de su discurso está puesto en la “formación”.

-En los clubes de pueblo nos importa, más que formar deportistas, formar personas.

La declaración puede ser un discurso vacío, pero cuando toma forma como proyecto pedagógico, adquiere otra dimensión. Un club que apueste por reproducir los formadores y por capacitar capacitadores, genera efectos reconstructivos. Encarar programas de prevención de la violencia desde las inferiores muestra un grado de lucidez del que muchos clubes grandes podrían aprender, más preocupados en la actualidad por firmar el primer contrato profesional desde la placenta. Eso no quita que haya un largo trecho por recorrer ¿Dónde se discute qué personas formar? ¿Personas más sumisas serán luego personas menos violentas? ¿Qué lugar ocupa la democracia y la ciudadanía en la solución?

Sin discutirlo demasiado, en las ligas regionales aparecen formatos de incorporación de la policía como parte integrante del problema y la solución -más que como mero brazo armado-. Esto no elimina toda la complejidad y la tradición problemática de las instituciones de la fuerza pública, pero sin dudas la contención comunitaria genera resoluciones mucho menos violentas.

Las discusiones sobre la logística de la violencia nunca faltan. El “Villa” Huidobro tiene ingresos separados para la hinchada local y visitante y cantinas separadas para los partidos. En la cancha de

San Martín de Marcos Juárez, en cambio, las entradas están separadas, pero la cantina es una sola, y entre vasos y chorizos que vuelan, el ring se solía armar en el espacio de la comida. Iván cuenta que la barra del “Cele” se colaba por el tapial de la cancha que da al lago y siempre tenían problemas en los partidos, así que decidieron llamarlos. Trabajaron todo el año pintando el interior de la cancha, haciendo unos grafitis y dejándola “bien linda” los días domingo a la mañana

-“si es que se lograban levantar los muchachos”-.

-Después se quedan ya para los partidos, entonces se aplacaron mucho los conflictos.

Entran gratis. Eso sí, el chori y la coca se la pagan ellos.

La sospecha moral sobre el choripán no distingue, en nuestros días, los tamaños de las ciudades.

Se ve que todos tienen que justificarse.

La violencia en el fútbol (como toda forma de violencia social) no comienza el día del partido, ni cuando vuela el primer proyectil, ni cuando se pronuncia el último insulto hiriente. Hace años que la violencia no se termina borrando del mapa al Otro (visitante, facción, infiltrado, interior, pobre, negro, extranjero, mujer). En los clubes de las ligas regionales hay menos dinero, menos anonimato y menos estratificación que en las grandes ciudades. Hay también menos letalidad, pero no deja de haber violencia, y nada les garantiza seguir a salvo, porque en algún momento -ya lo dijimos- todo -lo peor también- sale a flote. Nada les garantizará seguir al margen, salvo los pies en el barro, las gestiones artesanales, las políticas creativas y las apuestas por la contención comunitaria.

Aún en sus experiencias distintas, la AFA y las ligas regionales como parte de un mismo entramado social viven problemáticas que convergen. Hace demasiado tiempo que se inyecta represión y exclusión como antídoto contra la violencia. Los resultados vienen siendo desastrosos. La violencia, más que disminuir, se corre. Cuando hay estructuras de contención y amortiguación (comunidades, conocimiento cara a cara, preocupación por la “solidaridad” entre vecinos), la exclusión pega, duele, marca y queda. Cuando ni siquiera existen esos límites, la exclusión -que es la forma social de la eliminación del Otro- mata.

Quizás sin saberlo o buscarlo explícitamente, las experiencias de las ligas regionales plantean el desafío de gestionar abriendo la puerta de la inclusión participativa: de “devolver” y construir con criterios de reciprocidad, de preocuparse más por los proyectos pedagógicos que por los trofeos, y de convocar al diálogo y al trabajo cooperativo antes que prohibir. Quizás eso tampoco salve del todo el problema, pero ayuda bastante. Y cuando la violencia es trágica -como en nuestros días-, toda la ayuda sirve.

(*) Sociólogo

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