Etchecolatz, el soldado de la represión ilegal

12-09-2019

Osvaldo Aguirre | Escritor y periodista

El excomisario Miguel Osvaldo Etchecolatz tiene 90 años, suele presentarse en público con un bastón y afirma tener problemas de salud por los que no debería estar en una cárcel. Las apariencias, como se sabe, engañan, no solo porque en este caso se trata de un símbolo de la represión ilegal durante la última dictadura cívico-militar sino porque la reivindicación de los crímenes que cometió, las intimidaciones a testigos y jueces y la desaparición de Jorge Julio López, después de que declarara en su contra, amenazan al conjunto de la sociedad.

A diferencia de otros acusados, Etchecolatz no niega los delitos de lesa humanidad. Los asume como su obra y los exalta como parte de una cruzada. “Fui ejecutor de la ley hecha por hombres. Fui guardador de preceptos divinos. Por ambos fundamentos, volvería a hacerlo”, proclamó en su panfleto La otra campana del Nunca Más (1997), una apología del terrorismo de Estado.

Mariana Dopazo renunció al apellido paterno (Foto La Poderosa)

Su exhija, Mariana Dopazo, lo definió al renunciar a su apellido y adoptar el materno en rechazo a su historia criminal: “Nadie puede venderme el discurso de la reconciliación, ni el cuento del viejito enfermo que merece irse a su casa. Quienes conocemos su mirada, sabemos de qué se trata. Hay centenares de genocidas con prisión domiciliaria, pero él nos hierve la sangre porque representa lo peor de esa época, tras haber sido la cabeza de 21 centros clandestinos y no haberse arrepentido ni un centímetro de sus acciones”.

Una red clandestina

La trayectoria de Etchecolatz en la policía bonaerense transcurrió en el anonimato hasta 1968, cuando ya había alcanzado el grado de comisario y estaba al frente de una comisaría de la ciudad de Avellaneda. Ese año, Rodolfo Walsh lo mencionó en la serie de notas que publicó en el semanario CGT, dedicada a “la secta del gatillo y la picana”, como llamó a un grupo de policías responsables de torturas y ejecuciones de presos comunes y militantes políticos.

En julio de 1973 quedó a cargo de la Brigada de Investigaciones de Avellaneda. El golpe militar lo proyectó a la primera plana de la policía provincial: en marzo de 1976 fue designado Director General de Investigaciones, bajo las órdenes del Primer Cuerpo de Ejército. Se convirtió en la mano derecha del general Ramón Camps, jefe de la Bonaerense, y en consecuencia en uno de los máximos responsables de la represión ilegal.

El circuito Camps, como se conoció a la red de centros clandestinos organizada por el Ejército y la policía bonaerense, tenía su puerta de ingreso en la Brigada de Investigaciones de La Plata. Entre las víctimas de Camps y Etchecolatz se contaron los seis estudiantes secundarios desaparecidos en La Noche de los Lápices, el 16 de septiembre de 1976.

En enero de 1979 se retiró de la fuerza. Instaló una agencia de seguridad privada y trabajó para Bunge y Born. Su nombre comenzó a repetirse en las denuncias que realizaban ex detenidos-desaparecidos y con el retorno de la democracia fue llevado a juicio. En diciembre de 1986 recibió su primera condena: 23 años de prisión por delitos de tormentos en 95 casos comprobados en el Pozo de Quilmes, el Pozo de Banfield, el Centro de Operaciones Tácticas 1 de Martínez y la División Cuatrerismo de La Plata.

La ley de obediencia debida, sancionada por el gobierno de Raúl Alfonsín en junio de 1987, dejó sin efecto la condena. Desde entonces, y hasta la actualidad, el constante tránsito de Etchecolatz dentro y fuera de las cárceles, su pretensión de impunidad, el repudio que moviliza y los vaivenes judiciales condensan los retrocesos y los avances de la sociedad argentina en torno a la búsqueda de verdad y justicia por los delitos de lesa humanidad.

Etchecolatz no dejó de conspirar contra la democracia. En 1987 un juez federal pidió su captura como colaborador del alzamiento carapintada que lideró Aldo Rico en la Semana Santa de ese año, pero la causa terminó con un sobreseimiento y, por las dudas, fue beneficiado por el indulto de Carlos Menem a los represores.

En 1997, cuando redactó su panfleto contra el Nunca Más, Etchecolatz fue invitado al programa de televisión Hora Clave. Mariano Grondona, el conductor, lo sentó frente al maestro y dirigente socialista Alfredo Bravo, a quien había torturado como preso de la Dictadura. “Debería pedir perdón a la sociedad por todas las torturas que infligió, por los detenidos y desaparecidos que sacó en La Plata, con el señor Camps. Además, no tiene derecho a hablar ante estas cámaras”, dijo Bravo, en una advertencia que también estaba dirigida a Grondona.

Los Juicios por la Verdad, que comenzaron a desarrollarse en 1998, marcaron una primera fisura en el muro de la impunidad. En ese marco el albañil Jorge Julio López declaró por primera vez sobre los crímenes y torturas que había presenciado mientras estaba detenido-desaparecido en el Pozo de Arana; si bien no lo mencionó entonces por su nombre, “el hombre con cara de mono” al que describió como uno de los principales torturadores no era sino Etchecolatz.

Las causas por robos de bebés y supresión de identidad de recién nacidos no prescribían. Etchecolatz también estaba en la primera línea de esos expedientes: en 2001 volvió a prisión junto con el médico policial Jorge Bergés por el secuestro de Carmen Sanz, nacida en el Pozo de Banfield y cuyos padres siguen desaparecidos. En ese proceso terminó condenado a siete años de cárcel, y se le impuso que terminara de cumplir la pena anterior. A partir de 2004, la derogación de las leyes de punto final y obediencia debida posibilitó que empezara a ser juzgado por el conjunto de sus crímenes.

No obstante, en 2005 ya obtuvo por primera vez el beneficio de la prisión domiciliaria. Etchecolatz no se rendía.

Casos testigo

En septiembre de 2006, Etchecolatz fue el primer integrante de un organismo de seguridad en comparecer en un juicio oral después del fin de las leyes de impunidad. La causa estaba referida al homicidio de Diana Teruggi, la privación ilegal de la libertad, los tormentos y el homicidio calificado de Ambrosio De Marco, Patricia Dell'Orto, Elena Arce, Nora Formiga y Margarita Delgado y la privación ilegítima de la libertad y aplicación de tormentos a Jorge Julio López y Nilda Eloy.

La declaración de López fue decisiva. “La chica estaba casi a mi lado, en un camastro. Le habían tirado un baldazo con agua y Etchecolatz le pasaba picana. Ella le gritó: «¡Por favor no me mates! Llévame presa de por vida pero déjame criar a mi beba!». Y él le sonrió y delante mío le pegó un balazo en la cabeza”, dijo, en alusión a Patricia Dell'Orto, quien tenía una hija de 25 días.

López dio cuenta además del asesinato de De Marco, que también involucró al excomisario, y de las instrucciones que daba en una comisaría de La Plata para torturar a detenidos con picana eléctrica. En la mañana del 18 de septiembre, desapareció al salir de su casa cuando iba a presenciar una audiencia en el juicio. Un día después el Tribunal Oral Federal número 1 condenó a Etchecolatz a prisión perpetua y utilizó por primera vez la calificación de “genocidio” en una condena por delitos de lesa humanidad.

Antes de conocer el fallo, como es usual con los procesados, Etchecolatz pudo hacer una declaración. “No es este tribunal el que me condena. Son ustedes los que se condenan”, amenazó, antes de declararse prisionero de guerra y detenido político, como volvió a hacer en agosto de 2017, al ser notificado de su exoneración de la policía bonaerense.

Etchecolatz recibió otras tres condenas a perpetua en los juicios por el funcionamiento del circuito Camps, en 2012, y por los crímenes cometidos en el centro clandestino La Cacha, en 2014, y en la División Cuatrerismo de la Brigada Güemes, en La Matanza, y en la Comisaría 1° de Monte Grande, de Esteban Echeverría, en 2018.

En el juicio de 2014, cuando el Tribunal leía su condena, Etchecolatz intentó acercar un papel manuscrito a los jueces. El papel decía “Jorge Julio López secuestrar”, de puño y letra.

La fiscalía lo acusó por intimidación pública: la acción “tuvo como fin poner en estado de alerta, temor y confusión al colectivo de víctimas y testigos” porque el represor “sabía que el papel que exhibió podía ser registrado por los fotógrafos presentes”. Tres años antes, en el juicio anterior, Etchecolatz había hecho una maniobra parecida: hizo ver el borrador de una carta a la expresidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, María Isabel “Chicha” Chorobik de Mariani, abuela de Clara Anahí Mariani, desaparecida el 24 de noviembre de 1976 en La Plata y cuyo paradero es uno de los reclamos históricos del movimiento de derechos humanos.

Un presente inquietante

El 27 de diciembre de 2017 un tribunal de La Plata le concedió la prisión domiciliaria. Etchecolatz se mudó de la cárcel de Ezeiza a un chalet del Bosque Peralta Ramos, en Mar del Plata, donde los vecinos se movilizaron para manifestar su repudio.

El excomisario solo pudo recibir la adhesión de figuras tan marginales como él, y ese fue el caso del ultraderechista Carlos Pampillón, de triste celebridad por su prédica xenófoba y contra los derechos de las mujeres. Pero el planteo de que debe atenderse a la edad de los represores y limitar su castigo es común entre los sectores que tratan de reformular la historia reciente y en particular la de la Dictadura. El diario La Nación expresó de manera prístina el reclamo en su editorial “No más venganza”, del 23 de noviembre de 2015, cuando protestó por “el vergonzoso padecimiento de condenados, procesados e incluso de sospechosos de la comisión de delitos cometidos durante los años de la represión subversiva y que se hallan en cárceles a pesar de su ancianidad”.

Vergüenza, y afrenta era la libertad de Etchecolatz, que volvió a prisión en marzo de 2018 y litigó de nuevo por la prisión domiciliaria hasta que en octubre de ese año la Corte Suprema de Justicia de la Nación revocó el beneficio.

Etchecolatz no es parte del pasado, y no solo porque lo mantengan presente los procesos por delitos de lesa humanidad y causas emblemáticas como las de Jorge Julio López y Clara Anahí Mariani. Sus amenazas, la recepción que encuentra entre quienes niegan los crímenes de la Dictadura, la idea de que pueden ser lícitas o tolerables la tortura y la eliminación física de otras personas, se proyectan en los discursos de odio que hoy se propagan como uno de los peligros que afectan a la vida en democracia.

Los problemas de seguridad pública suelen ser referidos a la delincuencia común y al crimen organizado. Hay otro aspecto de la cuestión que no suele ser advertido y sin embargo es tanto o más peligroso para la sociedad: los delitos perpetrados por integrantes de fuerzas de seguridad. En ese contexto, Miguel Osvaldo Etchecolatz es uno de los peores criminales de la historia argentina.

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