En manos familiares

12-02-2019

Por Facundo Miño | Periodista

Viernes, 8:30 horas. La calle está desierta, casi no circulan autos. Escobillón en mano, Matías Mansilla barre la vereda y arma un montoncito con hojas de árboles, plásticos y etiquetas de cigarrillos vacías. Usa un pedazo de cartón como pala, carga la basura en una bolsa, la cierra y la coloca en un costado. De fondo suena una radio sintonizada en FM, Matías baja el volumen para poder conversar. Después agarra un cajón de bebidas vacío, le pone un almohadón y se sienta en una de las dos entradas de la gomería familiar.

-Prácticamente me crié acá adentro, a los cinco años ya andaba dando vueltas. Miraba lo que hacían mi viejo y mis hermanos, trataba de ayudar- cuenta.

Lleva puestos un pantalón de jogging arremangado hasta la pantorrilla, zapatillas y una remera vieja.

Dice que al principio no tenía fuerza ni para sostener la maza. Lo miraban y supervisaban, le mostraban cómo tenía que hacer. Prácticamente toda la tarea era manual en aquellos años. Se necesitaban músculos y maña para enfrentarse a los neumáticos. No tardó mucho en ir adquiriendo los saberes indispensables.

-Después crecí y ya me dejaban laburos sencillos. Ahora me estoy desarrollando para los costados- bromea.

Es de contextura robusta; tiene 31 años y asegura que va a dedicarse al rubro mientras el cuerpo se lo permita. En cada movimiento transmite agilidad.

Llega el primer cliente de la mañana en una camioneta. Matías desenrolla el cable del reloj que sirve para medir la presión y pone aire a las gomas traseras.

-Chicos, si van a tomar alcohol, no manejen- dice el cliente que es un inspector municipal de tránsito. Entrega unos billetes y sigue su camino.

Matías no alcanza a sentarse de nuevo porque estaciona otra camioneta. Baja un vecino de la zona, puso la chata en movimiento después de dos años de tenerla parada porque tenía el motor fundido. Hoy vuelve a usarla como flete.

-La de atrás me hace un ruido raro- dice.

Matías coloca unas maderas debajo de las ruedas como medida de seguridad. La gomería está en una calle con pendiente y no quiere correr riesgos. Saca un gato manual, se tira al suelo, busca una llave cruz y extrae la rueda. De tanto uso, la cubierta está gastada y tiene a la vista pedazos de metal que sobresalen. Va directo al rincón de la basura, junto a la bolsa con residuos.

La de auxilio está apenas un poco mejor: la parte metálica está oxidada y la goma tiene clavados restos de alambre. Con vocación docente, explica a COLSECOR cada paso destinado a la reparación. Primero la lleva hasta una máquina armadora-desarmadora que separa sus partes. Luego, revisa el interior y el exterior del neumático, encuentra la pinchadura y coloca un parche. Parece que ya está solucionado. Pero no. No retiene el aire. La ubica en otra máquina que gira y empareja los bordes internos. Vuelve a la armadora-desarmadora y trata de inflarla. Varias pruebas sin éxito. Coloca un plástico flexible que funciona como parche. Uno, dos, tres intentos fallidos. Nada. Otra revisión. Ahora Matías transpira.

Justo en el momento indicado, aparece su papá, Pedro Mansilla. Vive en la casa de al lado y es quien inició la dinastía familiar de gomeros. Juntos prueban varias veces. No hay caso. Matías trae lo que en la jerga llaman “tacho”. Es una especie de caja que se llena de aire en un compresor y luego lo descarga en grandes ráfagas. Tampoco funciona, no consigue que la rueda quede inflada. Cuando cualquier otra persona se daría por vencida, cuando el fletero ya pregunta qué valor tiene una cámara, Matías murmura por lo bajo pero sigue insistiendo. Y finalmente logra que el segundo parche quede en el lugar correcto. Secándose la transpiración, vuelve a tirarse en el asfalto y deja el vehículo en condiciones. El cliente paga por el servicio y se va encantado.

-A lo mejor en otro lugar le dicen que no tiene arreglo pero es un laburante y no tiene un mango. Además, lo conocemos de toda la vida- dice Matías.

De toda la vida, en este caso, es literal. Don Mansilla padre era un obrero empleado de Ilasa, una autopartista proveedora de Renault. Cuando lo despidieron, en 1983, tomó coraje y le compró la gomería a un policía vecino que no podía atenderla. No tenía la más mínima idea del oficio, se lanzó de valiente nomás, sin pensarlo demasiado.

-Contraté a un hombre grande para que hiciera los primeros trabajos y me fuera enseñando. Había que laburar en algo - dice Pedro, sentado en el cajón de bebidas con almohadón que quedó libre.

En algún momento los hijos mayores fueron sus primeros ayudantes pero hoy el equipo está compuesto por padre, hijo menor y un sobrino que cubre el turno de la tarde. Durante muchos años el emprendimiento de los Mansilla estuvo ubicado en una avenida, al lado de un lavadero. Era otra época, más acelerada. Matías la recuerda bien pero la etapa fuerte de su vida laboral transcurrió aquí, en una calle lateral y con pendiente, en una gomería modesta de barrio.

Hace 13 años que se levanta todos los días temprano y llega en auto para abrir a las 8 el negocio. A medida que la mañana avanza, pasan autos por el frente, tocan bocina o saludan al grito de “¡Mansillaaa!” (el más repetido) o “¡Matíaas!”. Ambos giran su cabeza, sonríen y extienden sus manos para responder. Comentan entre ellos alguna novedad sobre el personaje que manejaba y siguen la actividad.

-En la avenida teníamos muchos clientes al paso. En cambio acá la gran mayoría llega porque ya nos conoce... Esperá que ahí viene trabajo- dice Matías cuando reconoce un auto que se acerca.

-Hola, ¿cómo andas? Che, ando buscando una cámara, es para que mi nena la use en la pileta como flotador. ¿Cuánto cuestan?- pregunta el hombre sin bajarse del auto ni desprenderse el cinturón de seguridad.

-Son caras, no creo que te convenga. Dejame ver si te encuentro alguna usada que sirva. Pasá a la tarde y te digo.

Matías regresa a sentarse al lado de su papá y sigue contando.

-Acá arreglamos de todo. Autos, motos y bicicletas. Si podemos hacer el trabajo, lo hacemos, no discriminamos. Lo único que evitamos es camiones porque no nos da el espacio- explica y señala el pavimento.

La calle angosta le da la razón. Resulta imposible pensar en un camión aquí, anularía todo el tránsito. Tampoco tienen las maquinarias necesarias que son caras y requieren muchos años para amortizarlas.

Apenas pasado el mediodía hay lista de espera: un auto, dos motos y una bici. Los Mansilla atienden cada uno por su lado. Adentro del salón, sobre las paredes de ladrillo sin revestir hay una estera con estampitas religiosas entre las que sobresalen las referencias a San Cayetano y a San Expedito (patronos del trabajo y de las causas urgentes, respectivamente). Cerquita, un puñado de calcomanías del club Belgrano, las habilitaciones municipales para el local. En un pilar enfrentado, un matafuegos. Todo el espacio restante está ocupado por neumáticos que tienen una identificación escrita con tiza, llantas, tazas (las que se colocan por estética dentro de las ruedas), repisas con repuestos, pinzas, llaves, tuercas y tornillos. En conjunto, dan una idea de espacio abarrotado. Pero ni padre ni hijo lo sienten así. Saben dónde buscar cada cosa, usan las herramientas y las guardan en el lugar asignado.

-El lugar que tenemos es éste, no hay más. Y aprovechamos que hay poco tránsito para usar la calle como una continuación del taller. Al ser bien de barrio, eso nos favorece- concluye Matías mientras camina hacia un nuevo auto que estaciona a pocos metros-. Ahí viene trabajo.

Todo queda en familia

Unos días más tarde COLSECOR visita a otro gomero. Se llama Antonio Cabrera, tiene 75 años y una larga trayectoria que empezó a mediana edad.

-Llevo más de 40 años en este rubro- dice.

Es otra mañana tórrida de calor veraniego. Aunque abrió el negocio un ratito antes, Antonio ya tiene la camisa mojada de transpiración y las manos engrasadas. Unas horas más tarde la sensación térmica será récord en buena parte del país pero todavía eso no sucede.

-Así tendríamos que venir nosotros- dice un empleado mientras señala las bermudas de un cliente.

Cabrera tenía una pequeña fábrica de losetas pero se fundió en 1975 durante el Rodrigazo, el nombre con el que se conoce a un paquete de medidas económicas de un ajuste brutal que multiplicó los precios del dólar, del combustible y de los servicios públicos y significó el final de miles de pymes y pequeños emprendimientos.

-Acá en Argentina ya estamos acostumbrados a esas ideas geniales de unos cráneos brillantes que te arruinan de un día para el otro- asegura-. Hay que estar preparado porque cada seis o siete años vuelven a aparecer y toman ese tipo de decisiones.

Sin las losetas, Antonio tuvo que reconvertirse. Alquiló un pequeño depósito y comenzó su vida de gomero que mantiene hasta hoy. Le fue bastante bien. Tiempo después compró el terreno. Lo amplió hasta convertirlo en lo que es hoy, un tinglado en el que entran varios coches, dos fosas, una oficina al fondo y estacionamiento en la parte delantera.

-Acá conmigo están mis tres hijos y un yerno. No serán ricos pero tienen una fuente segura de ingresos. En este país eso no es poco- dice Cabrera.

Además de la gomería, en el negocio se realizan alineados de tren delantero. Ese combo, sumado a un local vecino que realiza cambios de aceite y su ubicación estratégica en una avenida, colaboran en la comodidad de los clientes. De todos modos, hay un elemento extra.

- No podés salir a buscar clientes porque es un servicio. Entonces ¿cómo hacés para que vengan? Tenés que estar listo para recibirlos cuando lo necesiten. Es como un hospital, tenés que estar abierto siempre.

Cabrera llega a las 8 de la mañana, se va a las 16 a comer, regresa a las 18 y cierra después de las 21. Se acerca una señora que solo pretende ser atendida por él. Uno de sus hijos, al que apodan “Gringo”, también se crió adentro del galpón. Aprovecha que su padre se aleja con la clienta y cuenta que en otra época, sobre todo cuando las ruedas se desarmaban en forma manual con una maza y algunas palancas como únicas herramientas, trabajaban con camiones. Ya no pueden.

-Se armaba un lindo quilombo, se nos quejaban los vecinos todo el tiempo. Jodían el tránsito y hacían un ruido infernal. A cada rato venían a protestar. La verdad es que tenían razón, era insoportable- dice antes de entrar a la oficina del fondo para prender un ventilador aéreo.

Don Antonio no tiene problemas en levantar un neumático y llevarlo hasta la máquina desarmadora pero con el ejército familiar disponible, rara vez le toca esa tarea. Generalmente la tarea recae en los más jóvenes. Mientras un hermano repara una cubierta, el Gringo regresa de la oficina con un alfajor en la mano. Después, sale al estacionamiento, se lamenta por el calor, se seca la transpiración de la frente con la manga de su mameluco. Le gustaría poder usar pantalones cortos. Enciende un cigarrillo y le da la razón a su papá, es un oficio en el que hay que estar siempre disponible.

-Acá no cerramos nunca, estamos siempre. De lunes a lunes, inclusive feriados. Recién hace poquito conseguimos que mi viejo acepte cerrar en Navidad y Año Nuevo; antes teníamos que venir todos. Si estuviéramos en otro rubro, ya seríamos ricos.

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