Por Osvaldo Aguirre | Escritor y periodista
Esa noche la Selección argentina jugaba un partido amistoso contra Haití y el barrio, cerca del Parque Independencia, en Rosario, se veía tranquilo. El ruido de la moto pasó desapercibido para los vecinos, y tampoco llamó la atención que el conductor se detuviera con el motor en marcha ante la casa con techo de tejas ubicada a 30 metros de la comisaría tercera. Hasta que el acompañante extrajo un arma, abrió fuego contra el frente y la tranquilidad se hizo trizas, como la ventana en la que impactaron los proyectiles.
El blanco del atentado, en la calle Italia 2118, había sido hasta un mes y medio antes el domicilio de Ismael Manfrín, el presidente del tribunal que condenó a distintas penas de prisión a 19 integrantes de Los Monos, la banda narcocriminal que controló durante al menos una década el mercado del narcotráfico en Rosario y, según las sospechas de la Justicia, continúa en actividad.
No fue el único ataque de aquella noche del 29 de mayo de 2018: unos minutos después, la misma moto pasó frente a otro edificio, en Montevideo al 1000, donde también había vivido el juez Manfrín, y sus ocupantes descargaron una nueva balacera. Y no sería el último: menos de un mes después, entre el 20 y el 21 de junio, otros desconocidos tirotearon los domicilios del padre y la exesposa de Juan Carlos Vienna, el juez que procesó a los Monos.
Los agresores no sólo disponían de armas: también contaban con información precisa. Y no tuvieron inconvenientes en actuar frente a una comisaría. Apenas un día antes, la ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich, había presentado en Rosario un contingente de 200 gendarmes destinados a patrullar la zona sur de la ciudad y tratar de contener una situación que a la Policía de la provincia se le escapaba de las manos: los enfrentamientos entre bandas rivales por la hegemonía en el narcomenudeo y el consiguiente incremento del número de homicidios.
Los orígenes
Los Monos surgieron hacia mediados de los años 90 en el barrio Las Flores, una de las zonas más pobres de Rosario. “Ariel Máximo Cantero, El Viejo, se transformó en el capo del grupo, que se había hecho conocido por la violencia feroz que usaba en sus ataques, primero para correr a otros grupos rivales del incipiente negocio de la venta de droga y después para mantenerse en lo alto y dominar el territorio”, escriben Germán de los Santos y Hernán Lascano en el libro “Los Monos. Historia de la familia narco que transformó a Rosario en un infierno”.
Los orígenes fueron modestos, ligados al robo de caballos y la venta al menudeo de marihuana. El negocio fue primero la venta de protección a los narcos, pero el cambio de escala se produjo cuando pasaron a tener sus propios quioscos de drogas. La particularidad de Rosario era que la venta se hacía a través de puestos fijos, los búnkeres, bocas de expendio que funcionaban las 24 horas en edificaciones improvisadas para ese uso o en viviendas usurpadas.
Otro rasgo distintivo es la estructura familiar que sostiene a las bandas. Los Monos fueron un ejemplo de ese tipo de organización. La mesa chica incluía a los hijos del Viejo y de Patricia Celestina Contreras, la Cele, también con voz de mando reconocida: Claudio Ariel, “el Pájaro”; Ariel Máximo, apodado Guille, y Ramón Ezequiel Machuca, alias Monchi Cantero, hijo de crianza.
Hinchas de Rosario Central, se vincularon con la barra brava del club y también con la de Newell's. Las fotos del cumpleaños de 15 de una de las hijas del Viejo Cantero reunieron en la misma mesa a Andrés “Pillín” Bracamonte, jefe de la barra brava de Central, y a Daniel Vázquez, referente en la de Newell´s.
Desde Las Flores, los Monos extendieron su dominio sobre el sur de Rosario. El contexto de su desarrollo -como el de otras bandas criminales de la ciudad- fue la descomposición social durante los años del menemismo y la crisis de 2001, cuando la desocupación alcanzó al 27 por ciento. “Las herramientas que proporcionaba la escuela ya no servían, por lo que ir a clases empezó a carecer de sentido. Sin trabajo, se impuso una dinámica desesperada de sálvese quien pueda. No alcanzó a todos, pero sí a muchos. Se fue afirmando una cultura delictiva precaria y violenta”, dicen De los Santos y Lascano.
Con el búnker apareció el “soldadito”, el encargado de velar por la seguridad del puesto de drogas. Por lo general, menores de edad a los que se proveía de armas y una paga diaria. Y la competencia por el mercado, las represalias contra los rivales y el modo de resolver las diferencias en los negocios requirieron otro tipo de especialidad: el sicario, el asesino profesional.
La ley de la venganza
Los Monos invirtieron sus ganancias en inmuebles, taxis, remises, máquinas retroexcavadoras que alquilaban. La ruta del dinero sucio de la droga se pierde en los recovecos de la economía formal. Se convirtieron en clientes premium en las concesionarias de autos de alta gama, y cuando no estuvieron de acuerdo con algún negocio lo pusieron en claro con su método: tirotearon el frente de los comercios, como le ocurrió a la sede local de Mercedes Benz, frente al shopping Alto Rosario.
Ninguna actividad ilegal puede persistir en el tiempo sin complicidad policial. Los Monos también demostraron esa regla básica del crimen organizado: contaron con la complicidad de integrantes de distintas fuerzas de seguridad -sobre todo de la Policía provincial, pero también de la Federal y de Prefectura Naval- y con informantes estratégicamente ubicados, como Juan Marcelo Maciel, quien se desempeñaba en el área de Delitos Complejos del Ministerio de Seguridad de Santa Fe, el organismo destinado precisamente al combate del narcotráfico.
La teoría de la manzana podrida, con que las fuerzas de seguridad suelen señalar que los casos de corrupción son extraordinarios, no parece aplicarse en Santa Fe: si bien terminó absuelto por el beneficio de la duda en una causa por presunta sociedad con narcos, el jefe máximo de la Policía hasta 2015, Hugo Tognoli, fue condenado en otra por proteger a un narcotraficante y amenazar a Norma Castaño, dirigente de una ONG que denunciaba la venta de drogas en la capital provincial; Néstor Fernández, a cargo de Drogas Peligrosas en Venado Tuerto, resultó a su vez condenado como partícipe necesario en tráfico de estupefacientes.
La investigación contra Los Monos surgió como derivación del crimen de Martín Paz, ejecutado el 8 de septiembre de 2012 por quedarse con dinero que la banda le había dado para comprar cocaína en Bolivia. Intervenidos por orden judicial, los celulares del clan Cantero se convirtieron en la primera usina de información para el juez Vienna.
La guerra estalló en la madrugada del 26 de mayo de 2013, cuando Claudio Ariel Cantero murió acribillado a balazos en una disco de Villa Gobernador Gálvez, territorio de un clan rival, el de la familia Bassi. Precisamente uno de los integrantes de ese grupo, Luis Orlando Bassi, fue llevado a juicio por el crimen, junto con Milton Damario -llamado “el señor de los sicarios”, ligado a otras ejecuciones en el mundo narco- y Facundo Muñoz.
Los Cantero no esperaron el veredicto de la Justicia. Diego Demarre, condenado como entregador del Pájaro, fue fusilado al día siguiente, a plena luz del mediodía en una esquina transitada del sur de Rosario, después de declarar en los tribunales. Y el 28 de mayo ejecutaron frente a una escuela de la zona oeste, en horario de salida de clases, a Nahuel César, su madre Norma César y Marcelo Alomar, después de recibir la información -errónea- de que un integrante de la familia César había participado en el crimen del Pájaro.
La venganza continuó. El padre y dos hermanos de Luis Bassi y los padres de Damario y Muñoz fueron asesinados en hechos prácticamente idénticos, a cargo de sicarios que se desplazaban en motos, e impunes.
“A nosotros no nos importa nada”, desafió Ramón Machuca. Si hacía falta lo demostraron el 11 de octubre de 2013, cuando balearon la casa del gobernador de la provincia, Antonio Bonfatti.
Perseguidos finalmente por la Justicia, los integrantes de la plana mayor de la banda adoptaron distintas estrategias. El Viejo Cantero se escondió tan bien en el barrio que pudo sortear allanamientos y rastrillajes, y resultó finalmente detenido cuando conducía un carro de cirujeo. Ramón Machuca dejó su casa, se mantuvo prófugo durante más de dos años y concedió entrevistas a la televisión en las que acusaba a la Policía y al gobierno provincial. “Guille” Cantero se entregó.
Verano caliente
Sin embargo, la cárcel no puso fin a las actividades. A fines de 2014, una investigación federal originada en un búnker del barrio Las Flores detectó una estructura dedicada a la distribución y venta de cocaína y marihuana liderada por “Guille Cantero” y Jorge Chamorro desde la cárcel de Piñero. Los jefes del clan manejaban el negocio a través de sus parejas, Vanesa Barrios y Jésica Lloan -hasta fines de junio cobró un sueldo por desempeñarse como personal de seguridad en la Universidad Nacional de Rosario-. En total 32 personas fueron imputadas y están a la espera de juicio.
Necesitado de mejorar su imagen, afectada por la sucesión de crímenes y la caída del jefe policial Hugo Tognoli, el gobierno de Santa Fe promovió procedimientos espectaculares pero en general poco efectivos en el barrio Las Flores y recibió un primer envío de gendarmes en 2014. Desde entonces y hasta la reciente condena de los líderes de la banda, funcionarios provinciales y nacionales anunciaron “el desbaratamiento”, “un importante paso adelante” y en definitiva “el final” de Los Monos, pero los hechos desmintieron cada una de esas afirmaciones.
En el verano pasado, la guerra entre clanes rivales recrudeció en el sur de Rosario. Los Monos tramaron entonces una alianza con la banda de la familia Camino, ligada a la barra brava de Newell's, para enfrentarse con un nuevo rival, el clan de los Funes, a la vez asociado con otra familia, los Ungaro. La tasa de homicidios volvió a dispararse a los niveles de 2013 y en mayo ya se contaban 93 víctimas.
Según un informe de la fiscalía regional local, 9 de cada 10 crímenes registrados en el Gran Rosario tienen alguna vinculación con el narcotráfico. En el 86 por ciento de los casos registrados este año se usaron armas de fuego, un porcentaje que sobrepasa la media nacional (60 por ciento). Las estadísticas del Ministerio de Seguridad de la Nación señalan a la vez que Rosario tuvo en 2017 la tercera tasa más alta de homicidios en el país (12,1 cada 100 mil habitantes), después de la ciudad salteña de Orán (17,3), también convulsionada por enfrentamientos entre bandas narcocriminales, y Santa Fe (13,2).
Un final abierto
“El objeto fundacional, prioritario y aglutinante -dijo el juez Vienna al dictar el procesamiento de los acusados- es lo que podría denominarse el «negocio de la violencia», que preexiste y es presupuesto de todo otro negocio. A saber: la organización de violencia sistemática a los fines de provocar y usufructuar un territorio liberado. No estamos en presencia de meros narcotraficantes, amparados en el secreto y la clandestinidad, abocados al mero intercambio, sino, por el contrario, nos hallamos frente a abiertos controladores de zonas y personas, proveedores de «seguridad», prometedores de violencia, que en dicho marco usufructúan negocios diversos y exclusivos, legales o no, entre ellos el de la droga”.
El 27 de abril la Justicia de Rosario puso fin a la causa. Ramón Machuca fue condenado a 37 años de prisión como jefe de asociación ilícita e instigador de cuatro homicidios; “Guille” Cantero, recibió una pena de 22 años como jefe de asociación ilícita; Jorge Chamorro, 12 años por asociación ilícita y partícipe secundario de asesinato; Ariel Máximo Cantero, seis años, por narcotráfico.
En mayo la Justicia Federal ordenó los traslados de Cantero y Chamorro a cárceles de Chaco y Chubut respectivamente para descomprimir la situación en el penal de Piñero -un virtual polvorín, por la convivencia de miembros de bandas rivales- y alejarlos de sus ámbitos de acción. Horas después comenzó la seguidilla de ataques intimidatorios contra los jueces Manfrín -que se excusó de seguir interviniendo en la causa- y Vienna. La historia continúa, y del modo más inquietante.