El hombre de la calle Garibaldi

28-05-2018

Por Osvaldo Aguirre / Escritor y periodista

Era un hombre común, que vivía con su esposa y cuatro hijos en las afueras de San Fernando, en la provincia de Buenos Aires. O eso parecía. Nadie sabía que bajo el nombre de Ricardo Klement, un vecino de la calle Garibaldi que trabajaba como electricista en la fábrica Mercedes Benz, se ocultaba Adolf Eichmann. Hasta que en la noche del 11 de mayo de 1960 un grupo de agentes del Mossad, el servicio secreto israelí, secuestró al criminal de guerra poco antes de que llegara a su casa y lo sacó de incógnito del país, para someterlo a un juicio histórico en Jerusalén.

Eichmann tenía entonces 54 años. Su nombre había sido pronunciado muchas veces en los Juicios de Núremberg, como responsable directo del Holocausto. Sin salir de su oficina en Berlín, con la aplicación de un funcionario celoso de su deber, había organizado el traslado de prisioneros judíos a los campos de concentración y supervisado su ejecución.

“Un muerto es una tristeza, un millón de muertos es una información”, decía el filósofo búlgaro Tzvetan Todorov para señalar el modo en que la masificación puede convertir una masacre en un dato estadístico. Eichmann contabilizó seis millones de víctimas, un número que asumía como una simple cuestión administrativa.

El exilio

El secuestro de Eichmann provocó un incidente diplomático entre Argentina e Israel que llegó hasta el Consejo de Seguridad de la ONU. Y empezó a descorrer el velo sobre una historia entonces desconocida: las redes de asistencia y protección con que contaron los criminales de guerra nazis.

Eichmann llegó al país el 15 de julio de 1950, a bordo del Giovanna C. El sacerdote jesuita Eduardo Dömoter le había facilitado en Génova un pasaporte de refugiado a nombre de Ricardo Klement junto con un visado para Argentina. En el mismo barco viajaba el ex capitán de las SS Herbert Kuhlmann, quien adoptaría el nombre de Pedro Geller.

Los primeros días se alojó en una pensión de Barracas y trabajó como mecánico. Enseguida se acomodó: el 2 de octubre obtuvo un documento de identidad de la policía de la provincia de Buenos Aires con el nombre Klement y de inmediato viajó a Tucumán, empleado por la empresa Capri, contratista de Agua y Energía para estudios hidrológicos.

Capri también empleó a otros criminales de guerra, como Kuhlmann. Su responsable, Carlos Horst Fuldner, era un ex agente de las SS que entre 1946 y 1949 había integrado una comisión que asesoraba a la Dirección Nacional de Migraciones para recibir a fugitivos del Tercer Reich. “Fue el principal organizador de la fuga de nazis a las órdenes de Perón”, según el investigador Uki Goñi.

En julio de 1952 llegaron su esposa, Verónica Liebl, y tres hijos. La bonanza terminó al año siguiente, con la quiebra de Capri. Los Eichmann volvieron a Buenos Aires y alquilaron una casa en La Lucila.

El antiguo ejecutor de la Solución final, como llamó el nazismo al Holocausto, sobrevivió entonces con empleos eventuales y emprendimientos que no prosperaron: trabajó en una fábrica de jugo de fruta, abrió una lavandería, se empleó como capataz en una metalúrgica y atendió una granja dedicada a la cría de conejos.

La suerte pareció cambiar en 1957, cuando entró a trabajar como mecánico en la fábrica de calefones Orbis. El dueño del establecimiento, Robert Mertig, había sido miembro del partido nazi y era amigo personal de Josef Mengele, también refugiado en Argentina y en contacto con Eichmann.

Una figura trágica

Sin embargo, ese mismo año comenzó a tejerse la trama que acabaría con su captura. Lothar Hermann, ex detenido en el campo de concentración de Dachau por su militancia en el socialismo, había descubierto su paradero y lo había denunciado por carta al fiscal federal Fritz Bauer, quien más tarde iniciaría la investigación por los crímenes cometidos en el campo de concentración de Auschwitz.

Klaus Eichmann, el hijo mayor del criminal de guerra, era amigo de Sylvia Hermann, hija de Lothar. Sin embargo, la denuncia fue en principio desestimada luego del informe de un agente del Mossad: aquel obrero que vivía apenas por encima de la pobreza no podía ser el antiguo teniente coronel y hombre de confianza de Hitler.

“La reconstrucción de los años porteños de Eichmann ha sido abordada a partir de dos ópticas posibles -dice Alvaro Abós en su biografía Eichmann en Argentina-. La primera es la narración de la caída de un hombre perseguido y denigrado por sus propios camaradas, un apestado”. El exilio, en esa perspectiva, “sería un calvario o una expiación”.

Hasta los criminales de guerra se sentían incómodos en su presencia. “Cuando él se iba la atmósfera se despejaba”, dijo Wilhelm Hoettl. Para Willem Sassen, “Eichmann fue una figura trágica porque, en realidad, aquello (el Holocausto) no era asunto suyo; a él le habría gustado ser un soldado raso en el frente, ese era su sueño”.

Según la segunda hipótesis, Eichmann se victimizó. La pobreza fue parte de la cobertura, como el apellido Klement. “No solo escapó de Europa bajo el paraguas protector del Vaticano y la organización de rescate de Perón, sino que una vez en Argentina fue calurosamente acogido por la empresa Capri de Fuldner, donde su trabajo fue supervisado regularmente por un eminente camarada austríaco”, destacó Uki Goñi en el libro La auténtica Odessa. No habría sido un hombre aislado sino, por el contrario, una oscura celebridad entre los fugitivos “por curiosidad morbosa respecto al Holocausto”.

En abril de 1959 se incorporó como electricista a la planta de Mercedes Benz en González Catán y pudo comprar un lote en la calle Garibaldi, un despoblado sector en el límite de San Fernando donde edificó su casa. Cada día tenía por delante un viaje de dos horas, en una combinación de tren y colectivo, hasta la fábrica.

Ficción y realidad

La ficción se entreteje con los documentos en las historias de los criminales de guerra. El nombre Odessa, la supuesta organización que armó el escape nazi, proviene de la novela de Frederick Forsyth (1972), que lo impuso como una clave para condensar el conjunto de influencias y operaciones que se desplegaron de manera más desarticulada de lo que suele suponerse en las versiones conspirativas del pasado.

La Comisión para el Esclarecimiento de las Actividades Nazis en la Argentina (Ceana), creada en 1996, constató que 46 miembros del partido nazi fueron contratados en la posguerra por la Dirección General de Fabricaciones Militares y elaboró una lista de 180 fugitivos nazis que emigraron al país entre 1946 y 1952 y encontraron refugio, trabajo (en ocasiones como funcionarios o empleados de Perón) y, con frecuencia, nuevas identidades. Investigadores particulares, entre ellos el periodista Jorge Camarasa, afirmaron que hasta siete mil nazis se distribuyeron en distintos países de América Latina.

Además de la comisión que asesoraba a Migraciones, los prófugos contaron con el apoyo de la Sociedad Argentina de Recepción de Extranjeros, un grupo organizado por el criminal de guerra belga Pierre Daye, que según la Ceana recibía aportes económicos del gobierno peronista y funcionaba en un local que pertenecía al arzobispado de Buenos Aires.

El nazismo había dividido a la comunidad alemana en la Argentina. La zona norte de Buenos Aires, la provincia de Córdoba y San Carlos de Bariloche fueron los lugares más receptivos para los prófugos.

Erich Priebke, entre otros casos notables, utilizaba su nombre, dirigía la Asociación Cultural Germano-Argentina y la Escuela Alemana de Bariloche y hasta la denuncia de unos periodistas estadounidenses, en 1994, pudo vivir sin mayores inconvenientes. Ludolf von Alvensleben tampoco creyó necesario ocultar su identidad en Santa Rosa de Calamuchita, pese a que tenía pedido de captura y había sido condenado en ausencia por la masacre de 4.247 personas en Crimea; fue concejal radical, presidente del club de fútbol local e inspector de caza y pesca en el embalse de Río Tercero.

Represalias

Escapar de la Justicia supone un modo de vida que termina por resultar agobiante. La vida de incógnito, la necesidad de mantenerse alertas, las precauciones constantes, desgastan a los fugitivos y los llevan, sino a entregarse, por lo menos a asumir sus responsabilidades y a recibir con alivio sus capturas. Fue el caso de Eichmann, que no tardó en identificarse con su verdadero nombre cuando los agentes del Mossad lo interrogaron en una casa que habían alquilado en San Miguel.

Los agentes israelíes lo vistieron con el uniforme de un auxiliar de vuelo y el 21 de mayo de 1960 lo subieron a un avión que lo condujo sin escalas a Tel Aviv. El gobierno de Arturo Frondizi exigió la devolución del criminal de guerra y el embajador Mario Amadeo -conocido por sus simpatías por el fascismo europeo- presentó una protesta oficial ante el Consejo de Seguridad de la ONU. “Nuestra obligación es perdonar lo que hizo”, sostuvo el cardenal Antonio Caggiano, en alusión a Eichmann.

Klaus y Horst Eichmann, los hijos mayores del criminal de guerra, se habían vinculado con sectores nacionalistas. El secuestro de Graciela Sirota, una estudiante de 19 años vinculada con la Federación Juvenil Comunista, y el asesinato de Norma Penjerek, de 16 años, fueron interpretados como venganzas de esos grupos ante el secuestro del jerarca nazi.

El 21 de junio de 1962, miembros de la Guardia Restauradora Nacionalista abordaron a Graciela Sirota cuando esperaba el colectivo. Después de subirla a un auto, la sometieron a torturas y le grabaron una esvástica en el pecho con una navaja.

Penjerek desapareció el 29 de mayo de 1962 en el barrio de Floresta y apareció muerta el 15 de julio en Llavallol. El crimen fue atribuido en principio a un grupo que reclutaba jóvenes para orgías y quedó impune después de una desastrosa actuación policial. La hipótesis que lo ligaba con el secuestro de Eichmann surgió más tarde, pero no contó con elementos de prueba, fuera de la sospecha de que el padre de la menor, el empleado municipal Enrique Penjerek, había colaborado con la célula del Mossad.

La banalidad del mal

En el juicio, que transcurrió entre el 11 de abril y el 15 de diciembre de 1961 y cuyas sesiones están disponibles on line, Eichmann se defendió diciendo que obedecía órdenes y que, personalmente, no había matado a nadie. En base a sus argumentos, la filósofa alemana Hannah Arendt planteó la idea de “banalidad del mal”.

Eichmann había sido una especie de funcionario ejemplar. Conocía el idioma hebreo y a los clásicos del sionismo y había viajado a Palestina para informarse sobre la situación de los judíos. Sin embargo, no era un furioso antisemita ni un perverso que disfrutara con el espectáculo del sufrimiento ajeno. Para él, el exterminio “constituía un trabajo, una rutina cotidiana, con sus buenos y malos momentos”, observó Arendt, que presenció el juicio y luego escribió el libro Eichmann en Jerusalén.

No tenía problemas de conciencia; más bien arrastraba la frustración de no haber alcanzado el grado de coronel. “Sus pensamientos quedaron totalmente absorbidos por la formidable tarea de organización y administración que tenía que desarrollar”, dijo Arendt.

Condenado a muerte, Eichmann fue ahorcado en la noche del 31 de mayo de 1962. Sus últimas palabras estuvieron dedicadas al país que lo había recibido en sus últimos años: “Larga vida a Alemania, larga vida a Austria, larga vida a la Argentina”, dijo.

El concepto de “banalidad del mal” apuntaba a analizar el rol de Eichmann en la maquinaria represiva del nazismo: “a pesar de los esfuerzos del fiscal, cualquiera podía darse cuenta de que aquel hombre no era un monstruo”, dijo Arendt, sino un oscuro burócrata que había podido tener un papel decisivo en el Holocausto y al mismo tiempo sentir que estaba eximido de responsabilidades. Había sido un hombre normal, que cumplía un horario y esperaba volver a casa para encontrarse con su familia. Un hombre terroríficamente normal.

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