Economía y longevidad

17-05-2017

Por Carlos Presman- Ilustra Luis Paredes

Aunque pueda resultar obvio no está de más aclarar que -a grosso modo- mientras mayor es el ingreso económico de una persona, mejor será su salud y por ende su longevidad.

Sin embargo la distribución de la riqueza en nuestro planeta es tremendamente desigual. Las ocho personas más ricas del mundo tienen una fortuna equiva­lente a todas las posesiones de 3.600 millones de habitantes, la mitad de la población más pobre del planeta.

Sin entrar en detalles de política ni de economía internacional, digamos simplemente que la riqueza de un país no es un indicador fiable sobre la economía de sus habitantes, pues nada nos dice sobre la distribución de los

recursos entre su población. El índice Gini es un dato estadístico que permite calificar el grado de igualdad en un país: cuánto más cerca de cero (0) sea este valor significa que hay mayor igualdad. En cambio si nos aproxi­mamos a uno (1) estamos cerca de la desigualdad extrema. Cuando correlacionamos el coeficiente Gini con la esperanza de vida, vemos que a una menor desigualdad le corresponde una mayor longevidad. Esta observación destaca que la cantidad de dinero disponible en un país es tan importan­te como la forma en que se distribuye. Para esto es fundamental el rol de los organismos estatales, como instrumentos del poder político. En Estados Unidos la longevidad es menor a la de Canadá o España o Suecia, entre otros factores, por la menor participación del estado en políticas públicas hacia el sector sa­lud. Cuando la atención de la enfermedad es una variable de rentabilidad del mercado de atención médica, y el ciudadano es un consumidor que de­pende de su poder adquisitivo, se establece la des­igualdad asistencial sanitaria y cae la esperanza de vida.

Un ejemplo elocuente del rol del estado fue la trágica disminución de la expectativa de vida cuando cayó la Unión Soviética. A fines de los ochenta la esperanza de vida rondaba los 70 años, disminuyó a 60 con la caída del muro, para recu­perarse recién veinticinco años después. Esta curva demográfica se atribuyó a la pérdida del rol de los or­ganismos estatales como garantes de la salud, con el consecuente aumento de la pobre­za y la desigualdad (índice Gini cercano a 1). Esto afectó los determinantes sociales que inciden en la expectativa de vida: la desocupación, el hambre, el tabaquis­mo, el alcoholismo, la drogadicción, la violencia y los insuficientes haberes previsionales.

Estas evidencias estadísticas que vinculan la salud con la política, la economía y el protagonis­mo del estado, descubren que la esperanza de vida está afectada centralmente por la pobreza y la des­igualdad. Ambas son consecuencia de la economía y afectan la salud deteriorando el capital social, es decir que las políticas sociales son fundamentales a la hora de mejorar la esperanza de vida. Pero ¿cuáles son los determi­nantes de longevidad? Son tres, la biología humana (carga genética), las diversas enfermedades (organización y funcionamiento de los servi­cios de salud) y el entorno del ciudadano con su estilo de vida (medio ambiente físico y social). Pues bien, gracias a las estadísticas sabemos hoy en día que estos dos últimos ítems son los que influyen de un modo mayoritario (90%) en la esperanza de vida.

Es notable cómo aumenta la enfermedad y la morta­lidad en los períodos de crisis, sean estos por catás­trofes naturales (terremotos, incendios, tsunamis), hechos de violencia (guerras, terrorismo, inseguri­dad) o político/económicos (debacles bancarias y financieras, inflación, monto de salarios y pensio­nes). O sea, cuando de manera abrupta se afectan los componentes que constituyen el capital social: las relaciones de con­fianza y cooperación (familia, vecinos, ciudada­nos), la capacidad de asociación en organizaciones, el marco de normas institucionales, las conductas colectivas, la cantidad de instituciones sin fines de lucro, el nivel cultural general, las tradiciones, el folclore y los valores éticos que fomenta una so­ciedad como parte de su conciencia cívica. Como vemos, todos son elementos intangibles pero de enorme trascendencia en la cantidad y calidad de años vi­vidos. La relación entre capital social y esperanza de buena vida se observa de manera concreta en los comportamientos saludables (no fumar, ali­mentación equilibrada, actividad física), el acceso a los servicios básicos (agua potable, vivienda, transporte, seguridad) y los procesos psicosociales (autoestima, respeto, proyectos comunes, cuidado del ambiente). Podríamos decir que convivir en un entorno de equilibrio sustentable con la naturaleza y en sociedad con personas de hábitos saludables contagia larga vida para todos.

La transición demográfica a la longevidad es la resultante de la historia personal, familiar y sobre todo comunitaria-social. Por eso, la política económica como instrumento del bien común, debería tener como imperativo ético y primordial disminuir la pobreza y la desigual­dad. Esta es la mejor estrategia de promoción de la salud para vivir 100 años.

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