Gabriel Puricelli | Coordinador del Programa de Política Internacional del Laboratorio de Políticas Públicas.
El 28 de octubre algo más de la mitad de los brasileños que fueron a votar, decidieron que el período presidencial que comienza el 1 de enero de 2019 esté liderado por un exmilitar de extrema derecha. Desde lejos, la foto es familiar: el bipolarismo electoral favorecido por el sistema de doble vuelta volvió a mostrar dos bloques bien nítidos y, esta vez, la victoria fue (holgadamente, pero menos de lo que se esperaba tan sólo una semana antes) de quienes fueron oposición a más de 13 años (2003-2016) de gobiernos liderados por figuras del Partido de los Trabajadores (PT).
Vista desde más cerca, la foto muestra un cambio radical: los electores que siempre se agruparon en segunda vuelta contra el PT, con el aporte decisivo de nuevos electores y de muchos desencantados que alguna vez lo apoyaron, no eligieron a ninguna de las figuras de centroderecha que habían llevado el estandarte antipetista a la derrota en cuatro elecciones sucesivas, sino a un veterano que durante tres décadas ocupó un lugar marginal en el Congreso en Brasilia.
Condenado por el propio veneno de su discurso violento a un visible ostracismo durante esos años, rodeado de un cordón sanitario que muy pocos de sus más de 500 colegas se atrevían a atravesar, su ascenso a la primera magistratura no habría sido posible de no mediar una tormenta perfecta que arrasó a todos los partidos tradicionales de la ancha centroderecha brasileña (tanto a los siempre opositores como a los circunstanciales aliados del PT) y acabó con la capacidad del PT de hacer gravitar hacia sí a una mayoría ciudadana.
Durante las tres décadas de su carrera política, Jair Messias Bolsonaro contó con el apoyo de un fiel puñado de electores que lo enviaron siete veces a Brasilia a representar al estado de Rio de Janeiro, pero fue ignorado por el resto de los brasileños. Sin embargo, una serie de hechos se fueron encadenando para hacer posible que alguien como él saliera de las sombras y pudiera aspirar a representar algo más que a su feudo electoral en la Cidade Maravilhosa. La puesta en marcha en 2014 de la operación Lava Jato, la mega-investigación sobre la corrupción gubernamental y empresaria y la debacle del segundo gobierno de Dilma Rousseff aplicando un ajuste fiscal salvaje y recesivo fueron creando condiciones para cerrar el ciclo petista.
Los aliados de centroderecha del partido del expresidente Lula y sus opositores de siempre, olieron sangre y se unieron para destituir a la jefa de Estado en un juicio político que se justificó en irregularidades administrativas risibles. En 2016, convencidos de que el atajo le aseguraba al Movimiento Democrático Brasileño (MDB) del entonces vicepresidente Michel Temer continuar en el poder ofreciendo un puente de plata hacia el gobierno a los opositores, los promotores del juicio político descorcharon champán no sólo porque se hacían inmediatamente del gobierno, sino porque creían que tenían por delante una autopista pavimentada hacia una victoria electoral en 2018. La historia, esquiva, les reservaba una sorpresa.
En lugar de capitalizar el ejercicio del gobierno, el estancamiento económico y las citaciones judiciales que llegaban todos los días a los buzones de los estrategas de la destitución de Dilma fueron dejando fuera de combate a todas las figuras de la centroderecha que había entrado por la ventana al Palacio del Planalto. Apenas distintos miembros de ese elenco se lanzaron como candidatos, las encuestas empezaron a dar cuenta de la indiferencia de la opinión pública hacia ellos y de la fidelidad de un tercio del electorado al expresidente Lula. En el medio, con cifras que sólo eran significativas porque estaba rodeado de enanos apareció Bolsonaro. Con el correr de los meses, los candidatos de los partidos tradicionales fueron demostrando que serían incapaces de enfrentar con alguna remota chance de éxito a Lula: fue en ese momento que Bolsonaro empezó a despegar, ganándose el apoyo de electores que, convencidos de que no había nada que hacer contra Lula, se inclinaban por vociferar su posición a través de un candidato que nunca supo de los buenos modos de los opositores derrotados una y otra vez por el expresidente.
Si los verdugos parlamentarios de Dilma tenían su propio plan, este se combinaba armoniosamente con lo que tramaban el juez Sérgio Moro, el fiscal Deltan Dallagnol y sus colegas en distintos tribunales: Lula tenía que ir preso, porque, aun si no se le pudiera probar con apego al procedimiento penal la comisión de algún delito, “no podía no saber” de los casos de corrupción dentro de los gobiernos que presidió entre 2003 y 2011. Con ese argumento y con un triplex en la poco glamorosa playa de Guarujá que la empresa OAS habría preparado para entregar como dádiva al expresidente, éste terminó en la cárcel en abril y en septiembre quedó definitivamente invalidado como candidato. En el momento en que el sueño de todo candidato antipetista estuvo realizado, el único de ese campo que tenía una intención de voto de dos dígitos era Bolsonaro: sólo faltaba hacer rodar esa improbable bola de nieve.
A golpe de encuestas, cada vez más electores tradicionales del campo antipetista se fueron convenciendo de que la única carta competitiva era ese candidato en el que meses antes ni se hubieran fijado. El atentado que Bolsonaro sufrió en Minas Gerais durante un acto de campaña le dio otro empujón: permitió que el victimario retórico fuera visto como víctima e hizo que se hablara de él en todos los medios, sorteando el obstáculo de la falta de espacio de publicidad partidaria que tenía el sello electoral elegido por Bolsonaro para la elección. La indiferencia ante la centroderecha tradicional se hizo patente en la primera vuelta: 6 por ciento de los votos combinados para sus dos candidatos más conocidos. El PT, con Fernando Haddad como reemplazo, llegaba al 29 por ciento, lejos de la mayoría. La segunda vuelta fue un trámite: el candidato desaforado del antipetismo contra la opción de descarte de un partido que carecía de aliados y no podía jugar su ancho de espadas.
Bolsonaro y los poderes fácticos de Brasil se ignoraron mutuamente durante casi toda la larga carrera de aquel. Sin embargo, hace alrededor de un año, cuando la candidatura del ahora presidente electo empezaba a virar de insólita a factible, ocurrieron dos cosas: por un lado, él se convenció de que sólo podría ser interlocutor de esos poderes abrazando el pinochetismo económico y dejando atrás su ultranacionalismo de siempre; por el otro, las fuerzas armadas, con el jefe del Ejército Eduardo Villas Bôas como cerebro, se acercaron a darle su consejo y a ofrecerle su tutela. Con Paulo Guedes como el economista que garantiza el “liberismo” de la política económica, y con los militares diciendo más o menos públicamente que serán tutores de un Bolsonaro “normal”, se avecina en Brasil un tiempo con más reminiscencias del gobierno militar de 1964 que de la democracia que arrancó en 1985, a la que le llegó la factura de las promesas incumplidas.