Mario Riorda
Director de la Maestría en Comunicación Política de la Universidad Austral
Pte. de ALICE (Asociación Latinoamericana de Investigadores en Campañas Electorales)
Todos tenemos momentos de bienestar. Muchas veces, ese bienestar suele transformarse en euforia. Pero también, esa euforia suele apagarse y entrar en crisis. Es bueno ver qué sucede con los liderazgos. Están tan expuestos que se puede aprender de ellos desde su humanidad (y sus excesos).
Los liderazgos dejan en claro repetidamente que sus límites y sus fines son sus propios valores. O mejor, ellos mismos. Son maximizadores y batallan hasta el final. Raramente ceden. Tienen causas: sus propias causas. Así pasa también con los liderazgos en la política. Usan la ideología pero la acomodan a su estilo. La modelan, manipulan. Funcionan como bisagras entre un antes y un después del sistema político y social. Como arietes que pujan y demuelen, incluso, a sus propias construcciones previas. Se convierten en objetos y sujetos de sus propios discursos. Son fundantes en sus pretensiones queriendo hacer historia siempre.
En una cultura en que el éxito, la hazaña y lo extremado atraen y seducen, la dramatización política hace concesiones a estos perfiles que sobrepasan la frontera de lo aceptable y lo inaceptable, como afirma Georges Balandier. Nunca pasan desapercibidos. Y esa es su virtud, pero también su talón de Aquiles porque en una crisis quieren esconderse, bajar el perfil o sencillamente no aparecer cotidianamente. Imposible.
Si una crisis es una excepción que requiere respuestas excepcionales, el trato ciudadano y mediático será proporcionalmente excepcional. Y luego de la euforia suelen derrapar en terrenos de la negación, la simplificación, la incredulidad, la minimización, el ensimismamiento, la irascibilidad, la desconfianza, la fantasía, la angustia, solo por citar algunos de los estados por los que pasan los liderazgos en situaciones de crisis.
Dios aparece seguido también. Muchas reacciones son habituales en situaciones de altos niveles de estrés. Habiendo perdido el control de la situación es habitual que los líderes se entreguen a un más allá religioso. “Creo en Dios” es una respuesta frecuente. Responsabilizan a un ser superior y se entregan. También la autoafirmación suficiente. “Si llegué hasta acá es por mí”. Se comparecen a sí mismos dándose fuerza y, de alguna manera, negando la falla actual, asumiendo que el pasado fue un recorrido de competencias demostradas.
Paul Auster escribía que “lo inesperado es parte de la vida. Nos suceden cosas extrañas. Pensamos que están fuera de la norma, pero es así. Esa es la manera en que funciona la vida...”. Hay crisis inesperadas donde aparece una conciencia de lo inesperado. Donde lo inesperado se hace fortaleza, se lo asume. Pero no toda crisis es sorpresa, hay crisis que se ven venir. Y aun así no se las termina asumiendo. Se las niega, se las minimiza. Y no por el deseo superador de no temerles, al contrario, es por temerles tanto que bloquean acciones que en otro momento hubieran implicado respuestas acordes a la gravedad.
El ego no es malo en personas sometidas a tal nivel de presión, así es que el ego tiene una mirada dual en los liderazgos, una doble reputación. Como “sujeto”, donde la persona demuestra valoraciones superlativas de sí misma colocando sus propósitos por encima de todo. Esa es la versión que tiene mala fama, como una pasión mezquina. Pero también está la mirada como “carácter”, donde aparece la tenacidad para la consecución de sus intereses, la obstinación en su sentido virtuoso, cierta desmesura y también la fascinación ambivalente que suele generar en los demás que lo ven como “carácter fuerte”, aun con sus defectos como afirma Juan José Calzetta. Son a esos liderazgos a los que se acepta como un combo, con defectos y todo.
No importa aquí desentrañar los procesos de constitución de la subjetividad de las personas. Sí importa ver cuándo los líderes tienen una comprensión egoísta de la crisis para tratar de no repetir esa conducta ni copiarlos. Para aprender. El líder que padece la crisis la siente como si se tratase de un aspecto en donde está en juego su ego, no la institucionalidad en su rol de mandatario. Eso es dañino. Hay que imaginar todo lo que nos rodea y a todos quienes nos rodean en cualquier situación crítica que nos pueda suceder y ponernos a pensar cómo actuamos nosotros también.
Así que vayan cuatro ejemplos finales de cosas a evitar, precisamente para no caer en crisis o quitarle chances a que las crisis aparezcan.
Puede que en la vida nos vaya bien, aun sin innovar ni mejorar. Incluso si no prestamos atención a cosas que deberíamos hacer bien o mejor. En política pasa lo mismo. Muchas veces se sobreestima la potencialidad electoral. Más tarde que nunca, el atractivo electoral se pierde ante las inercias o lo indefendible, aunque más no sea circunstancialmente.
Puede que la vida nos encuentre en alguna situación de poder o de asimetría, ventajosa. En política pasa lo mismo, se sobreestima la capacidad de imposición. Más tarde que nunca, si se subestima la necesidad de consenso, los sectores con poder de movilización reaccionan. O simplemente votan en contra.
Puede que muchas veces sea práctico, cómodo y hasta útil exagerar las diferencias. Las propias identidades hacen que todos seamos diferentes, obvio. Y las diferencias no son un drama, no deberían serlo. Pero cuando se exageran, se acaba todo tipo de consenso posible. Se rompen los puentes del diálogo. Así pasa también en política. Se sobreestima la polarización. Las distinciones binarias. Los contrastes. Los juicios de lo bueno y de lo malo, el uso distorsionado del discurso ideológico como causal de diferenciación. Más tarde que nunca, la división constante como único método, resta más de lo que suma.
Error de cálculo, miopía electoral, displicencia para la toma de decisiones, ausencia de concertación, divisiones sociales proclamadas, estilos con cuestionable calidad institucional no auguran necesariamente tiempos de consenso. El poder, o parte de él, cuando menos se lo espera, se puede perder y a menudo de modo más rápido y acelerado que el tiempo que llevó obtenerlo. La enseñanza: no sobreestimar el poder que se tiene por más poderoso que sea. Pasa -o puede pasar- con los cálculos en nuestras vidas también.